La crisis por el costado de los valores

Leer la realidad en la perspectiva de los valores y contravalores en juego es una preocupación lógica para las religiones. Cabría decir que siempre, pero más aún en situaciones de crisis social aguda, esta voluntad de entrar en “lo real” por el flanco de los valores (“axiológico” suele decirse) es tan tentadora como imprescindible. En el mundo de las religiones, el cristianismo se presenta con unos credenciales de primer orden, como “religión de la encarnación”.

Así define su identidad más específica, la Encarnación de Dios en Cristo, asumiendo toda la historia como Historia única y universal de Salvación. El resucitado es el crucificado, y el crucificado es el resucitado, decimos en Cristología. Hay muchos y buenos caminos que la teología puede ayudarnos a “recorrer” para comprometernos con la historia. En realidad, con las gentes de carne y hueso y sus vidas, ¡y especialmente, las de los más pobres y olvidados del mundo!, y así, ser cristianos e Iglesia “en seguimiento de Jesucristo”. Jesús, el Cristo, claro está, persona, palabra y vida de misericordia hasta “la cruz”.

Digo que en circunstancias como las presentes, y con la memoria de las bienaventuranzas, no es difícil componer un discurso moral interpelante para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Toda la doctrina social de la iglesia, claramente a partir del Vaticano II, compone una interpretación moral de la realidad social, reclamando de ésta, en sus estructuras y personas, su servicio a la dignidad sin igual de cada persona y al bien común que la protege en todos. ¡Y que debería posibilitarla para cada uno y, a la vez, todos juntos, en cualquier rincón del mundo! ¡Ay, qué bien suena esto y qué poco significa en resultados políticos! ¡Apenas algo dentro de algunos países y para sus ciudadanos! La vieja historia de la teoría y la práctica: ¿dignidad de la persona, o de la persona ciudadana y no excluida? A los hechos de la inmigración y las pobrezas me remito.

Pero volvamos a la idea de los valores hoy. Vamos a tener tiempo para analizar este momento de crisis en la perspectiva de los valores. Comienzan a aparecer interpretaciones de la crisis que, desde el pensamiento laico, sin ninguna referencia a la fe cristiana, no ocultan lo que ha habido y hay de despropósito ético en un modelo de organización social donde “más, siempre es crear riqueza y mejor”. Sea al producir, sea al consumir, -se ha pensado- más siempre es mejor. La insaciabilidad como modo de estar en el mundo, ha dicho alguien. La mercantilización de todas las relaciones y el desprecio de los límites éticos y políticos a la hora de tener y ser. La codicia como pauta de la existencia económica y "la opacidad" de muchos mercados, potenciándola hasta el "cielo".

No es cosa de volver mil veces sobre el “pobre” neoliberalismo, como concepción ideológica, porque puede sonar a repetitivo, pero si alguien teoriza sobre la realidad “como algo que tiene que ser, por mor de la ciencia, la modernización y el progreso”, la exculpación llama a la puerta de quien defiende ese movimiento ideológico y de quien lo padece; porque si algo tiene que ser para abandonar la prehistoria económica y política, ¿por qué sentirse culpables de impulsarlo, los unos, y de consentirlo, los otros? La exculpación, liberarnos a todos de la culpa para dar por buena nuestra posición y modo de vida en el sistema social, esa me parecía siempre la consecuencia cultural más perversa de nuestros días; y para la religiones con alguna carga utópica, por pequeña que fuera, ¡y el cristianismo la tiene en su ser, ya saben, el Reino de Dios que crece...!, demoledora.

Pido disculpas por citarme: “Hay dos efectos que destacan como hijos predilectos del neoliberalismo. El primero, esta globalización presentada como teoría social de lo que puede y tiene que ser, porque es inevitable, de lo moderno, científico, lógico, eficaz e, históricamente, justo para todos, de lo que te hace contemporáneo frente a posiciones trasnochadas, de lo que te da acceso al secreto de las cosas en su ley interna. En suma, como una ideología científica. El segundo es la exculpación de los pueblos y sectores sociales mejor situados en la globalización. La teoría de la dependencia entre pobreza y riqueza ya no vale ni poco ni mucho, queda olvidada y sustituida por la de la inevitabilidad del proceso social y la inculpación final de los pobres, Son pobres por su culpa o porque todavía no les ha llegado la ola. Todo a su tiempo, inevitablemente a su tiempo”.


Estos días se oyen voces eclesiales que entran en la crisis por este camino de los valores. Van a resonar muchas más. ¡Son los valores, son los valores! Está muy bien. Hace tiempo que venimos haciéndolo. Pero hay que afinarlas. Parecen unánimes pero no lo son. Hay que afinar por tanto en el significado de los valores éticos, cuáles y con qué significado preciso. Las bienaventuranzas son un yacimiento inigualable de moral cristiana. Definen el “espíritu” y la jerarquía de una estimativa moral cristiana. La realidad histórica concreta, sus urgencias sociales, son el otro polo de una mirada a la vida, honesta con lo real. Debemos estar dispuestos a contrastar estas dos realidades para descubrir los signos de los tiempo, los signos de la presencia salvadora de Dios hoy y aquí. ¿Quiénes son los bienaventurados y por qué, y qué nos hace prójimos de los bienaventurados y por qué, y qué dice el mundo y sus propósitos sobre estos grupos de personas y estos ideales espirituales, ¡y humanos!?

Por encima de todo, no hablar de memoria, no hablar como quien está de vuelta de todo, no ser dogmáticos y perezosos, ¡los dogmáticos son perezosos del pensamiento!, ni en el fondo ni en la forma; sencillamente, firmes y serenos en las convicciones de la fe sobre el ser humano, y generosos al mostrar su sabiduría religiosa y ética al cuidado de la dignidad integral del ser humano y de la vida en cuanto tal. Con toda la riqueza de matices morales que la enseñanza social de la Iglesia ha aprendido en la historia, pero con el núcleo de la bienanventuranzas bien claro, sin tapujos, dado buena cuenta de lo cristiano por excelencia.

Y, por fin, si nuestras palabras parecen dignas de ser atendidas, y ahora más que nunca, y si su eco social, sin embargo, es limitado, no deberíamos evitar la pregunta de por qué. Hay razones que nos superan. El mundo no está para profetismos sociales. Hablo culturalmente y en general. Las Iglesias tampoco. Mucha gente (¿mucha?) en la Iglesia cree que si se refiere al silencio sobre Dios, y a la ley natural en la formulación de la “teología neoescolástica”, ya ha dicho la última palabra sobre cualquier crisis cultural de nuestro tiempo; más aún, piensa que, así, está dicho todo y con evidencia sobre cualquier debate moral, y, por tanto, que queda libre en conciencia de mayores responsabilidades públicas, personales y políticas. Pero no es así. La pregunta, es ¿y yo qué? ¿y nosotros, qué? ¿y con lo nuestro, qué? ¿y socialmente que solidaridad desarrollamos? Hoy, como ayer, la Revelación entera, y el Evangelio de Jesucristo en particular, establecen un diálogo salvífico con el mundo, y, lo hacen en mediciones sacramentales, ¡esto creemos de la Iglesia como Sacramento de Salvación!, que han de significar y realizar la palabra exigente de Dios sobre qué es de tu hermano maltratado. Que ese Dios es misericordia, bondad entrañable y perdón, lo sabemos por Jesús con certeza definitiva, pero que quien hable en su nombre, y prolongue su encarnación, tiene que ser reconocido en las bienaventuranzas como alma de su moral, de su vida, y de su ser, y hasta de su comunidad, también. Y esto sí que tenemos que revisar.

La Iglesia (española) está lejos de reconocerse en las bienaventuranzas desde el punto de vista pastoral y moral, espiritual y social. Es así. Estamos a la defensiva, ¡para disfrute de los más conservadores! Ahora nos vale el derecho positivo para defender nuestra posición en la sociedad, luego, ese mismo derecho no es gran cosa; ahora la ética de los derechos humanos, luego, la moral civil no tiene contenido; ahora una tradición secular en la diócesis o en la rica liturgia de la Iglesia, más allá el evangelio de los pobres; ahora, somos unos humildes servidores de la verdad y, luego, sabemos todo sobre la ley natural que es obvia para cualquier mente sin pecado… Un supuesto laicismo galopante lo justifica todo, y no es así. La gente se da cuenta de que no terminamos de dar coherencia evangélica y moral a todas las realidades que hacen la Iglesia, en su gente y en sus estructuras e instituciones. Yo no digo que así la gente se convertiría en masa a Jesucristo; digo, simplemente, que la gente lo ve y nos sitúa en el común de las organizaciones, “una más, con la misma lógica, cuando se considera cuestionada”.

Todos tenemos contradicciones, las personas y las instituciones, pero esta crisis social tan profunda puede ser una oportunidad más, y muy clara, para construir la palabra y la experiencia eclesial sobre la piedra angular de los más débiles del mundo, y de la fe en Dios Padre a partir de esa experiencia.

Bien leído y discernido, es ya un signo de los tiempos, que puede traducirse en la primacía "espiritual y ética" de la solidaridad, del compartir, como comunidad cristiana, hasta donde podamos y nos atrevamos (¡atención al papel primordial de las Cáritas para dar cuenta de sus necesidades y posibilidades, para sumar información, denuncia y acción, y para no trabajar como organización samaritana aparte de la comunidad!); y que puede traducirse en una provocación a favor del "decrecimiento", mostrando que podemos vivir todos, ¡y bien!, con menos y de otro modo. Ya sé que es un valor utópico, pero las comunidades cristianas, o grupos cristianos en ellas, están en condiciones de decir una palabra. La Iglesia misma, como institución, podría plantearse experiencias muy interesantes.

Siento terminar casi siempre del mismo modo.
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