Misericordia y no sacrificios

Todo tiempo es bueno para practicar la misericordia. Pero se diría que el tiempo de cuaresma nos lo recuerda con más insistencia.


“Misericordia quiero, que no sacrificios” es un texto del profetas Oseas (6,6) que el evangelista Mateo pone en dos ocasiones en boca de Jesús (9,13; 12,7). En la primera, Jesús pide a los que condenan a los pecadores que sustituyan la condena por la misericordia. De este modo su actuación será un reflejo de lo que Dios es: clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en perdón. En la segunda ocasión los discípulos tienen hambre y arrancan espigas para comer. Como es sábado, los fariseos, defensores de la ley, alzan la voz para criticarles. Jesús cita el texto de Oseas para hacerles comprender que hay muchas cosas previas al cumplimiento de la ley, por ejemplo, el bienestar del ser humano. El criterio de actuación no es la ley, sino la persona, su dignidad y su felicidad. O la ley está al servicio de la persona, o no sirve.


Actualmente la mayoría de nuestros sacrificios religiosos no pasan de simbólicos: privarnos de algún alimento, cuando estamos sobrealimentados; fumar un poco menos, cuando deberíamos dejarlo del todo. Los actos de este estilo sirven para tranquilizar nuestra conciencia. La misericordia, bien entendida, exige una conversión de la mente y del corazón, y una actuación a favor del prójimo. Digo bien entendida, porque la misericordia no es un sentimiento, es una actuación, es hacer el bien gratuitamente, o sea, sin buscar compensaciones.


Los que en nombre de la ley y la justicia buscan descalificar el discurso sobre la misericordia, plantean preguntas sobre casos extremos: ¿misericordia significa ocultar al delincuente o no exigirle responsabilidades? Claro que no. La misericordia exige, en primer lugar, ayudar a la víctima y reparar, en lo posible, el daño causado. Pero sin olvidar que también el delincuente sigue conservando su dignidad: “ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante” (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 9) Más aún: la misericordia pide tratar al delincuente como te gustaría que te tratasen a ti si un día tienes la desgracia de encontrarte en su situación.

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