La increencia enseña que Dios no es una evidencia
La increencia nos enseña que Dios no es una evidencia, sino un Misterio, el misterio por excelencia, que nunca acabamos de comprender y que no podemos manipular. Cierto, la fe es asentir al Dios que se revela. Pero, y eso se olvida con frecuencia, es también y al mismo tiempo, una búsqueda y una constante interrogación. La fe es simultáneamente asentimiento y búsqueda, decía Tomás de Aquino. Los creyentes olvidamos, a veces, la ansiedad que caracteriza al acto de creer, pues el objeto de la fe, Dios mismo, carece de evidencia objetiva. De ahí la insatisfacción de la inteligencia humana al acogerlo cuando se revela, pues la inteligencia busca claridad. En la fe no hay nada completamente claro: la imperfección en el conocer es constitutivo de la fe; la fe no puede ser un conocimiento perfecto, decía Tomás de Aquino. El creyente es un inquieto, un insatisfecho, porque cree sin tenerlo claro. La falta de claridad no es un motivo para glorificar la obediencia, sino más bien un acicate que impulsa a buscar la verdad.
La inevidencia no es ni una prueba que Dios nos envía, ni es manifestación de pobreza de fe. Tomás de Aquino dice expresamente que en la fe hay un aspecto equiparable a la duda, a la sospecha y a la opinión. El preguntar y el dudar no demuestra necesariamente falta de fe. Pudiera demostrar madurez en la fe. Las preguntas pueden ayudar a encontrar respuestas que ayuden a profundizar en la fe, a mejorar sus expresiones, a corregir sus formulaciones inauténticas, a buscar nuevos motivos y razones para creer.
Cierto: la fe no es fruto de la razón, pero tampoco es contra ella. De ahí que la fe se opone a la ligereza de la credulidad (cf. Eclo 19,4). El creyente realiza un acto humano y, por tanto, justificable. Pero también sabe que este acto, que tiene su racionabilidad, no es evidente ni demostrable. Se trata de un acto racionalmente posible que no es racionalmente concluyente. Por eso no puede imponerse, sino tan solo proponerse. Pues el creyente es muy consciente de que siempre caben argumentaciones y explicaciones coherentes de su vivir y su obrar, distintas de las que él da en nombre de su fe. Esto explica que la fe sea siempre libre y, por eso, tolerante.
Ante las otras opciones, el creyente no debe esconder su fe. Debe situarse inteligentemente en una postura de búsqueda y pregunta. Pues el creyente, más que poseer la verdad, camina hacia ella y la busca con pasión. Así puede caminar de la mano con todos aquellos que también buscan la verdad y el sentido de la vida.