"La sexualidad tiene algo de divino y algo de diabólico. Entre el amor y el polvo" "¿Es muy estricta la moral sexual católica? La Iglesia en su moral sexual ha sido muy impositora y castigadora, pero muy poco motivadora"
Buda advertía de que no se calma la sed bebiendo agua salada
Desde estos dos principios cabe hacer una reflexión sobre un mundo cegado por la pasión y una Iglesia cegada por el miedo. Y buscar después un acercamiento en lo auténticamente humano
"Es típico de nuestra cultura capitalista convertir la Declaración de derechos humanos en una declaración de egoísmos propios"
"La sexualidad en la Iglesia ha sido casi solo prohibición: y nada atrae tanto como lo prohibido"
"Es típico de nuestra cultura capitalista convertir la Declaración de derechos humanos en una declaración de egoísmos propios"
"La sexualidad en la Iglesia ha sido casi solo prohibición: y nada atrae tanto como lo prohibido"
Es este un tema que se viene repitiendo en algunos portales y de diversas maneras. Dos principios como punto de partida: en una reflexión anterior llegué a la conclusión de que la sexualidad tiene algo de divino y algo de diabólico[1]: puede expresar y alimentar el amor, pero puede también convertirlo en “polvo”, como dice la gráfica expresión castellana. Porque nunca es algo meramente material, sino que siempre vehicula un significado espiritual que puede ir desde el amor hasta el odio. De ahí que sea tan difícil afrontarla para el complejo psiquismo humano.
En segundo lugar, creo que en pocos campos humanos he visto tan claramente como en este de la sexualidad, aquello que Buda denunciaba como “intentar calmar la sed bebiendo agua salada”. Y que irá reapareciendo a lo largo de estas reflexiones.
La Iglesia tiene aquí sus culpas que corregir como luego diré. Pero antes de poner toda la culpa fuera, como solemos hacer los humanos, podría ser bueno examinarnos un poco a nosotros mismos. Esto nos lleva a hablar desde dos campos enfrentados, el mundo y la Iglesia, a ver si conseguimos alguna aproximación entre ellos.
1.- Un mundo cegado por la pasión
Un ejemplo que me resulta pedagógico: hace al menos un par de siglos sucedió entre los agricultores alemanes que matrimonios con algún niño pequeño, que no tenían servicio y debían salir los dos a trabajar al campo, optaban por dar al niño un poco de alcohol, que lo dejaba profundamente dormido durante el tiempo en que los padres estaban fuera de casa. Fue la única solución que encontraron pero, al poco tiempo, cuando aquellas criaturas crecieron, fueron teniendo unos problemas insolubles con la bebida: resultó que, sin saberlo ellos, habían sido inconscientemente alcoholizados.
Deberíamos preguntarnos si no será que hoy crecemos todos también inconscientemente “sexualizados” o sexadictos. Y cuando esa adicción se da no respecto a algo extrínseco como el alcohol, sino con algo que afecta tan profundamente a nuestro psiquismo como la sexualidad, podemos encontrarnos con impotencias morales insuperables y con problemas mucho mayores que los de aquellos campesinos alemanes de hace dos siglos.
Jesús decía que sus seguidores debían ser como “la sal de la tierra”. Hoy podemos decir sin exagerar que la sexualidad se ha convertido en “la sal del comercio”. Te venderán mucho mejor el producto si de algún modo te lo relacionan con el sexo: el coche puede correr más o menos bien, pero si además permite tener una relación sexual cómoda y fácil, es mucho más valioso (y puede ser un poco más caro). Cualquier otra mercancía se venderá más fácilmente si va acompañada de la imagen de algún buen cuerpo femenino que la hace más apetitosa.
Evoco otra vez el comentario que oí entre muchachos hace poco, cuando España quedó tercera en un concurso de eurovisión donde Inglaterra fue segunda y Ucrania ganadora: si la cantante (que no sé quién era) “hubiera enseñado un poco más de tetas o un poco más de nalgas, seguro que nos llevamos el segundo premio”. Prescindamos del lenguaje gamberro juvenil, pero quedémonos con la intuición esa de lo sexual como salazón, o como salsa que lo hace todo más sabroso.
Para esta sexadicción nuestra parece claro que la moral sexual cristiana resultará cruel e imposible. Pero la cosa se complica cuando constatamos que, en la medida en que aflojamos aquí, no conseguimos la paz ni el equilibrio, sino que aparecen verdaderas monstruosidades sociales como las violaciones de muchachas por “manadas” (tantas veces filmadas y exhibidas además). O el que muchas jovencitas se entreguen sin ningún deseo sexual, simplemente porque les han hecho creer que ese es el peaje que han de pagar para conseguir afecto: con los resultados de embarazos a los quince años y los problemas que eso conlleva, donde todas las soluciones son malas.
O esa otra monstruosidad de los crímenes machistas, con los que no conseguimos acabar por más teléfonos gratuitos que anunciemos. Y donde haría falta un análisis psicológico muy serio de todos los verdugos, tratando de aclarar qué grado de deformación y de destrucción había creado en aquellos psiquismos una sexualidad mal vivida. Pero eso no se estudia.
La sexualidad es ante todo sugerencia: tiene su promesa innegable y, cuando no la vemos cumplida, la buscamos de otras formas más extrañas (cópula anal, felación, sadomasoquismo…), a ver si se cumple allí. Recordemos la frase del Buda antes evocada: saciar la sed bebiendo agua salada.
A esto se suma hoy la proclamación de un “derecho al placer” absoluto y sin matices, que convierte en “objeto” todo aquello que pueda sernos placentero, aunque sea una persona humana. Olvidando que el placer no aparece en nuestra naturaleza como un derecho, sino como un estímulo para algo que nuestra naturaleza necesita (sobrevivir, descansar, reproducirse…). Pero ya dije otra vez que es típico de nuestra cultura capitalista convertir la Declaración de derechos humanos en una declaración de egoísmos propios.
Esta creo que es nuestra situación actual: un pansexualismo barato que Freud creyó descubrir en nuestro inconsciente pero que hoy está ya, de algún modo, conscientemente reconocido. Comenté otra vez el contraste entre esta mentalidad y la bíblica: la Biblia da a la sexualidad una intensidad enorme pero una extensión mínima: el “Cantar supremo” (verdadera traducción de ese Cantar de los cantares) es de un erotismo intenso, pero ocupa una extensión mínima en toda la Biblia. Nuestra sociedad es al revés: la sexualidad está por todas partes, pero es una sexualidad bastante barata.
Por ejemplo: en el caso de la sexualidad femenina (y hablando lógicamente solo por indicios y no por experiencia), sospecho que no vale aquello de “solo sí es sí”. Creo que hay algunos silencios que son también un sí; y que la mujer los necesita, para dar la sensación de una entrega cariñosa más que de una búsqueda de sí misma[2]. Me sorprendió que la autora de esa frase entrecomillada y discutida declarase en una entrevista que ella, en este campo afectivo, se siente más como chapada a la antigua, incapaz de lo que llama “una sexualidad abierta”; y que lo atribuyera a ser hija única, a no haber podido tratar mucho con su padre que trabajaba demasiado y cosas de esas.
Pero ella sigue pensando que ese modo suyo de ser, no es saludable ni natural, sino exclusivamente cultural. He aquí un ejemplo claro de lo que los marxistas llaman una “ideología”. ¡Vamos mujer! Que eres mucho más normal de lo que te figuras. Solo estás afectada por ese izquierdismo ideológico que se empeña en que la realidad y las personas son como nos gustaría que fueran y no como realmente somos.
Así creo que estamos. Y ahora podemos hablar de algunos errores de la Iglesia en este campo.
II.- Una Iglesia cegada por el miedo
El primero de ellos ha sido plantear el tema sexual desde campo de la obligación y no desde el campo de la utopía humana. Creo que puedo explicar esto desde una anécdota de mi autobiografía.
Cuando tenía doce o trece años caí en el vicio estúpido de morderme las uñas. Por más que me riñeran mis padres no conseguía evitarlo. Casi no tenía uñas, me hacía daño a veces y yo mismo me decía que era una idiotez porque tampoco me daba ningún gusto: si al menos el vicio hubiese sido coger indigestiones de bombones, más comprensible sería. Pero realmente no podía, ni aunque alguna vez me gané un bofetón por estar mordiéndome las uñas todo el tiempo que una visita estaba en casa.
Un buen día se me encaró mi madre con su mejor sonrisa y me dijo solo una cosa: “si dejas de morderte las uñas, te doy diez pesetas” (no recuerdo bien ahora si la promesa era de un duro o dos, pero en aquellos años 45 de la España franquista un duro era un capital, y más en una familia modesta como la mía). Y el hecho es que conseguí superar aquel vicio idiota. Luego reflexionando me he preguntado cómo fue posible y la respuesta que me sale es bien simple: tenía una motivación grande; no solo una prohibición. La sexualidad en la Iglesia ha sido casi solo prohibición: y nada atrae tanto como lo prohibido.
La Iglesia en su moral sexual ha sido muy impositora y castigadora pero muy poco motivadora. A pesar del lenguaje clásico de “pureza e impureza”, ha presentado mucho más lo negativo de la falta, que la belleza de una auténtica castidad. Ahí sí que ha sido exagerada su moral. Y en esto ha tenido mucho que ver ese nefasto clericalismo que Francisco intenta combatir a capa y espada, y que algunos sectores (¡a veces de clero joven por desgracia!) intentan hoy salvaguardar a toda costa. Ya otros han hablado de que en esa abominación de la pederastia ha jugado a veces tanto o más papel la pretensión tácita de omnipotencia clerical, que lo específicamente sexual.
En segundo lugar, así como en toda la moral había pecados graves y leves, aquí todo era grave. En el robo, cuando yo estudié moral, creo recordar que hasta dos mil pesetas aún era pecado venial (y los alumnos hacíamos broma diciéndonos que íbamos a robar 1999 pesetas). Si pasabas de ahí ya era grave y tenías que ir a confesarte. En cambio en lo sexual, la doctrina dominante era que no había aquello que se llamaba “parvedad de materia”.
Y será verdad que esta es una pendiente muy resbaladiza donde no sabes ni dónde ni cómo has de pararte; pero esto es típico de muchas conductas nuestras. De este modo, las tres características que exigía la moral clásica para un verdadero pecado mortal (“materia grave, advertencia plena y consentimiento libre y deliberado”) parecían difuminarse aquí: había que confesarlo todo y, según Trento, con toda precisión en número y especie.
Además, en el caso por ejemplo de la masturbación, la ciencia ha demostrado que hay ocasiones en que no se trata propiamente de un pecado sexual sino de un mecanismo de compensación ante situaciones o estados de ánimo negativos, que buscan alguna escapatoria o desahogo por donde sea. Cosa muy distinta de ese pecaminoso autoerotismo que alguien definió irónicamente diciendo que masturbarse es hacer el amor con la persona que más quieres en este mundo… Pero aquí la Iglesia nunca supo distinguir ni matizar.
Hay también una condición de la vida moderna que la reflexión moral de la Iglesia no sé si la ha tenido suficientemente en cuenta. Recordemos los clásicos principios de “ponerse en ocasión de pecado” y de que “Dios no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas”. Pues bien: esos principios parece que siguen siendo pensados desde una sociedad muy sedentaria; mientras que la movilidad de la vida de hoy parece cuestionarlos.
Pensemos solo en el drama de las migraciones que obliga a separarse a tantas parejas durante tanto tiempo y a encontrarse en situaciones dificilísimas que pueden superar nuestras fuerzas. Creo que la teología moral debería hoy analizar más concienzudamente estos casos. Hace años comenzó a hablarse de “moral de situación”. No soy moralista pero no sé si esta propuesta ha dado de sí todo lo que podía…
Con cierta sorpresa he leído en un autor alemán que algunos matrimonios creen que no pueden tener relaciones sexuales cuando ya no hay fecundidad posible, y se acusan por eso. Pero esto, en cuanto yo sé, no pertenece de ningún modo a la enseñanza oficial de la Iglesia y es más bien una exageración particular. La sexualidad humanizada no es solo reproductiva sino también unitiva[3].
Y si eso pasa en Alemania, podríamos decir otra cosa muy seria de esta España en la que he vivido. Lo más criticable me parece que era no el nivel de exigencia material, sino la obsesión formal por el campo sexual, hasta el punto de que un detalle aquí parecía más grave que un fallo serio en otros campos morales. Estoy escribiendo en los días de carnaval, y me vienen a la cabeza rezos públicos de mi adolescencia durante esos días, pidiendo perdón y reparación “por la inmodestia en el vestir”, mientras que otras inmodestias más graves (en el adquirir o en el consumir, o en la opresión del hombre por el hombre) no parecían tan dignas de reparación ni tan ofensivas al Altísimo.
Eso me evoca también el recuerdo de aquel cartel en la puerta de nuestras iglesias que pedía a las mujeres “manga larga, medias, traje honesto”, pero toleraba vestidos provocativamente lujosos en aquella sociedad tan pobre y tan injusta. Y además había aquí una falta elemental de conocimiento humano: porque entonces mucha gente se preocupaba más de ver “si pescaba algo” en medio de aquellos trajes que tapaban tanto, de lo que se preocupa hoy la gente en las iglesias. La deformación de la sensibilidad moral era innegable.
No vamos a hablar aquí de aquella inmoralidad o “inmodestia en el vestir”. Sobre la capacidad excitadora del desnudo se ha escrito mucho, pero olvidamos que lo que estimula casi siempre no es la materialidad de lo que se ve, sino su carácter de excepción, de presa o prohibición (quizá porque la moral antigua estaba hecha por curas célibes)[4]. Otra vez lo psicológico pasa por delante de lo meramente material y llega el momento en que uno se aburre porque aquello “ya se lo sabe de memoria”.
Lo que sí quiero destacar es cómo se hace creer a la mujer que ella debe provocar para que el hombre “funcione” (se excite) porque, cuando el macho funcione, también le será muy placentero a ella. Prescindiendo de lo que esto tiene de un machismo que se hace pasar por feminismo, no se dice que, según los sexólogos, un problema serio y creciente en la sexualidad hoy, es la llamada disfunción eréctil[5]. Otra vez estamos con lo del Buda de saciar la sed con agua salada.
Y finalmente ha habido en la mentalidad eclesial una obsesión tan grande por el sexo que ni siquiera una persona concebida “sin pecado original” podía tener una relación sexual sin quedar de algún modo manchada. Esto es lo que sugiere esa obsesión por una virginidad casi más “física y corporal” que interior, así como el rechazo a la expresión de los evangelios cuando hablan de “hermanos de Jesús” (que la versión litúrgica catalana llega a traducir como “parientes”).
No pretendo aquí determinar cuál fue la realidad histórica (probablemente imposible de saber), sino solo señalar ese afán por excluir de entrada una de las hipótesis posibles. Y quizá la fuente de esa obsesión sea el enorme influjo de san Agustín y el trauma que dejó en él la experiencia de su impotencia pasada, que le llevó a mirar siempre la sexualidad como una especie de mal, permitido solo para tener hijos. Aquel rezo que Agustín se atribuye ("Señor, dame castidad pero no ahora") es suficientemente gráfico. No hay genio que, por muy genial que sea, no sea a la vez unilateral. Y he dicho otras veces que Agustín es genial cuando habla de la gracia, pero bastante discutible cuando habla del pecado.
Cabe agregar como explicación de lo anterior la que ya insinuaba el gran filósofo Max Scheler: en el cuerpo humano los órganos del amor coincide con los órganos excretores “para que si no tenemos respeto al menos tengamos vergüenza”. Y que recuerdo haber reformulado hace ya muchos años, la primera vez que escribí sobre este tema: el amor es un edificio muy mal construido, pues la sala de fiestas coincide con los lavabos[6].
III.- Hacia un acercamiento en lo humano.
Por estos casos y otros similares, sí que cabe hablar de una moral sexual exagerada y deforme. Pero la exageración está más bien en lo formal que en lo material. No se trata de abaratar lo que otras veces he llamado “la utopía sexual cristiana”, como buscan lógicamente unas izquierdas no creyentes (a las que suelo acusar de “capitalismo sexual” en comparación con el capitalismo económico de las derechas). Se trata de mantener elevado el listón aunque tengamos que nadar contra corriente. De hecho, cabe decir que, en lo económico, la moral católica sobre la propiedad es mucho más estricta que la sexual. Pero aquí lo que hemos hecho es, por un lado ignorarla olímpicamente y, por el otro, exigirla mucho menos. ¿Por qué?
En esa que he llamado utopía sexual, hay dos palabras que me parecen de gran riqueza humana y que no debemos separar: se trata de entablar todas nuestras relaciones desde un respeto cariñoso. No un simple respeto formal que puede valer para todo lo desconocido, sino un respeto que brota seriamente del afecto y aprecio hacia el otro. A la larga esa actitud proporciona más fuerza y más felicidad que todas las claudicaciones en el terreno de los principios[7].
Y quisiera terminar destacando que, a mi modo de ver, lo que más distingue a la cosmovisión cristiana de la no creyente es lo que cabría llamar actitud ante los pecadores. Recordemos a Jesús de Nazaret: “no he venido a llamar justos sino pecadores a penitencia”. Esta fue una sus actitudes más escandalosas y que más conflictividad le creó. En cambio, para la mentalidad no creyente parece que lo que hay que hacer con el pecador es simplemente destruirlo. Pero para la mentalidad cristiana se trata más bien de reconstruirlo (o con el lenguaje clásico “convertirlo”): porque también él es hijo de Dios y sujeto de una dignidad absoluta.
Pero díganle esto a Bukele o a Netanyahu...
[1] En ¿Pasión inútil o pasión esperanzada? Leer los signos de los tiempos; Santander 2024, p. 76.
[2] Aunque hay que reconocer que no es eso lo que está en juego en casos tipo Dani Alves, que son la mayoría.
[3] Con un poco de humor, mientras redactaba esto me ha venido a la cabeza el recuerdo de algo vivido en Innsbruck en 1964, cuando un superior jesuita, irónicamente molesto, nos decía: en Roma ya saben bien que cuando dan alguna norma o decreto, en Italia solo cumplirán la mitad y, por eso, duplican las obligaciones. Con lo que a los alemanes, que tomamos las cosas tal como suenan, nos caen obligaciones doblemente pesadas...
[4] Me hizo mucha gracia cómo en la primera novela de Vázquez Montalbán (Los papeles de Admussen), no publicada entonces por razones de censura, pero sacada a luz ahora, irregular como de un veinteañero, pero intuitiva como era Manolo, cuenta el protagonista que subió a un taxi con una mujer, y se dio cuenta de que el taxista colocaba el retrovisor de manera que pudiera verle las piernas a ella; por lo que él se sintió obligado a alargarle la falda, Otra vez ese engaño tan nuestro de que lo “robado” es mucho más sabroso que lo recibido…
[5] Conocí algún caso y al buen señor le preocupaba mucho más su “falta de machismo” que su falta de placer. Para que se vea que los pobres varones, que tantas veces pasamos por manipuladores, también somos en realidad manipulados por el sistema.
[6] Cf. Est3 es el hombre. Estudios sobre identidad cristiana y realización humana, Cristiandad, Madrid 19863 p. 273.
[7] Etty Hillesum le escribe a “S” que piensa en él “con un amor sereno y profundo que no tiene nada de erótico ni de enamoramiento” (Obras completas, p. 973). Y es curioso que aquella mujer que había tenido dos amantes (uno apasionado a los 19 años y otro más cómodo que era el dueño de la vivienda en que moraba) fue mucho más feliz con ese amor a J. Spier, que nunca llegó a plasmarse sexualmente, a pesar de algunos escarceos iniciales.
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