La Estrella de Belén no dejará de brillar
A través de este simbolismo del Sol Victorioso no era difícil entrever la imagen ajustada de la encarnación del Verbo del Padre, que en forma de niño vendría a visitarnos como sol que nace de lo alto, para iluminar al mundo según las palabras premonitorias de Malaquías. “Nacerá el sol de justicia y en sus alas traerá la salvación”(4,2). En términos parecidos se expresan Isaías y los evangelistas. Es así como la traslación de la Saturnalia pagana a la Natividad cristiana se pudo realizar con toda normalidad, tal y como nos lo recuerda Juan Pablo II, con estas palabras “A los cristianos les pareció lógico y natural sustituir esa fiesta con la celebración del único y verdadero Sol, Jesucristo, que vino al mundo para traer a los hombres la luz de la verdad”
Con anterioridad a que el emperador Justiniano diera oficialidad a la fiesta de la Natividad del Señor, la Iglesia latina venía ya celebrando esta fecha mezclada con reminiscencias paganas, que progresivamente fueron expurgadas, hasta que poco a poco quedó convertida en una festividad netamente cristiana de enorme raigambre popular, en la que la Iglesia Oriental y Occidental conmemoraban no ya una fecha sino un acontecimiento prodigioso, que cambió el signo de la historia, sin dar demasiada importancia al momento exacto en que éste pudiera haber sucedido .
Lo importante era el mensaje de que Dios había abandonado su Cielo para venir a nuestra tierra a compartir nuestra suerte, haciéndose uno de los nuestros. Los cristianos siempre hemos recibido con gozo esta buena noticia, que se ha ido trasmitiendo de generación en generación dentro de la más sagrada tradición. Desde que el mundo es mundo ha habido hermosos legados, que han ido pasando de padres a hijos como si de un tesoro se tratara y las festividades navideñas, con todo lo que llevan consigo, bien pudiera ser uno de ellos.
Cierto que nunca hemos sabido explicarnos lo acaecido en Belén, ni nunca seremos capaces de hacerlo, porque el misterio de un Dios hecho hombre nos sobrepasa; pero nos basta con saber que esto no es un mero meta-relato como quieren los filósofos de la posmodernidad, sino un hecho que sucedió realmente. Es suficiente con que sepamos que Dios mismo se nos da como regalo en Navidad. Locura incomprensible, sí, pero no hace falta que nosotros lo comprendamos del todo, basta con que humildemente nos acerquemos a la gloria de Belén temblando de emoción y nos postremos de rodillas ante este misterio de amor, en el que Dios manifiesta su predilección por el hombre
Durante muchos siglos, año tras año, tanto en Oriente como en Occidente las gentes de toda condición han venido congregándose en torno a la estrella de Belén con regocijo renovado. La Navidad siempre se ha vivido con intensidad en los templos, en el seno de las familias, en las calles, en las plazas, en los lugares de ocio o de trabajo; digamos que venía a ser como una segunda atmósfera que todo lo envolvía. Porque ella significaba no solo la glorificación de Dios sino también la glorificación del hombre y hacía que nos sintiéramos orgullosos de ser lo que somos. ¿Cómo no saborear el gozo de ser hombre después de saber que nos había sucedido lo mejor que podía sucedernos?
Parecía imposible que con el paso del tiempo este espíritu navideño pudiera experimentar un declive, nadie podía imaginar que llegaría un día en que el fuego interior fuera debilitándose y que el corazón de muchos hombres dejara de saltar de júbilo por ver al Dios nacido. Era impensable que este mundo nuestro, revertiendo el devenir del tiempo, llegara a sentir la necesidad de retrotraerse al paganismo, tratando de resucitar las fiestas saturnales, olvidándose del hecho portentoso de todo un Dios hecho carne
Paradójicamente este sinsentido se produce en una época de máximo esplendor científico. En aras de un falso progresismo, no pocos están dispuestos a abandonar el sentido profundo de una religiosidad que dignifica al hombre, para refugiarse en el mito. Es como si el hombre, después de haber alcanzado un alto grado de nivel intelectual, volviera sus ojos a la época precientífica; es como si después de haber alcanzado una tecnología puntera quisiera volver a las cavernas. Todo muy extraño y sin embargo esto exactamente es lo que está sucediendo. Acabo de firmar por internet una solicitud para que no se prohíban los adornos religiosos en Navidad.
En este Madrid nuestro, donde vivo desde hace muchos años, vengo observando como las nuevas generaciones, víctimas de un analfabetismo religioso alarmante, se han ido fabricando unas fiestas a su medida, que nos recuerdan las del solsticio de Invierno. Pena me da ver cómo las Navidades son menos Navidades cada año gracias, dicho sea de paso, a la intervención de los dirigentes políticos de uno u otro signo, que en esto de velar por las tradiciones religiosas de nuestro pueblo dejan muchas dudas, sobre todo después de que tanto la Sra. Carmena como la Sra. Cifuentes se hayan declarado agnósticas.
Con estos precedentes bien se puede pensar que nuestras representantes madrileñas, al igual que la Sra. Colau en Barcelona, puede que se alegren con la descristianización de la Navidad. Hasta puede también que a través de ordenanzas municipales logren desterrar la estrella de Belén de la Puerta de Alcalá, e incluso del suelo madrileño, lo que nunca podrán es que siga brillando en el firmamento.
¿Qué nos está pasando? ¿Por qué no soportamos la imagen de un Dios- Niño que nos habla con lenguaje de amor y de ternura? Hemos ido soltando todas las amarras hasta quedarnos suspendidos en un presente ingrávido, sin referencias al pasado y sin esperanzas de futuro. Los hombres del siglo XXI hemos ido madurando muy deprisa; de repente nos hemos hecho mayores, nos hemos vuelto personas arrogantes, que han perdido toda inocencia, seguramente por eso ya no encontramos sentido a la Navidad, porque como decía Martín Descalzo “la Navidad es un misterio de infancia” y nosotros hace tiempo que perdimos esa condición y nada nos importa que Dios se haga niño y venga a nuestra tierra. Lo que nos obsesiona es encontrar la forma de sacar jugo a la vida al menor coste posible, disfrutarla a tope, ganar el doble trabajando la mitad y lo demás son cuentos chinos, eso al menos es lo que se oye por ahí.
Cierto es que los que así piensan se equivocan, puesto que la realidad profunda del ser humano es otra cosa bien distinta. Afortunadamente los hombres necesitamos de gozos íntimos para saciar nuestras ansias de felicidad y de vez en cuando deberíamos volver a nuestra infancia para recuperar esa frescura de cuando éramos niños, porque como decía Dostoievski ” El hombre que guarda muchos recuerdos de su infancia, ése está salvado para siempre”. Andamos necesitados del amor y de la ternura que nos trae la Navidad y también de la esperanza. Es bien triste que habiéndosenos dado todo a manos llenas renunciemos a ello, por no sé que prejuicios. Podemos hacerlo, no obstante, porque somos libres, igual que lo somos para negar un pasado, que los evangelios testifican y la historia corrobora; lo que no podremos hacer nunca es cambiar lo que un día sucediera en una humilde Cueva de Belén. Imposible también va a ser impedir que el espíritu navideño siga vivo en los templos cristianos, en la pintura, escultura, arquitectura, música, literatura, poesía, en el arte expandido por todos los rincones de la tierra, o en el corazón de muchos hombres de buena voluntad. El brillo de la estrella de Belén no se extinguirá. Lo siento por los agnósticos.