A propósito del incienso, de los olores, de las ovejas y del dinero Antonio Aradillas: "Cierto olor a podrido (en el Vaticano)"
El cardenal George Pell, de 78 años de edad, que fuera "Ministro de Hacienda" en el Vaticano, ha sido absuelto por el Tribunal Supremo australiano después de estar encarcelado durante trece meses
Sí, en el Vaticano hay cierto olor a podrido. La noticia de referencia lo transpira por todos sus poros
Y es que el dinero, bajo cualquiera de sus formas, monedas e inversiones, ha de oler, y huele, necesariamente mal. Huele a podrido. Mucho más aún cuando se trata de dinero bautizado
De lo del "olor a oveja" del bendito papa Francisco, no fueron muchos los devotos que tuvo, y menos entre sus "pastores". Son más -muchos más- los devotos -devotísimos- del olor a incienso
Y es que el dinero, bajo cualquiera de sus formas, monedas e inversiones, ha de oler, y huele, necesariamente mal. Huele a podrido. Mucho más aún cuando se trata de dinero bautizado
De lo del "olor a oveja" del bendito papa Francisco, no fueron muchos los devotos que tuvo, y menos entre sus "pastores". Son más -muchos más- los devotos -devotísimos- del olor a incienso
La noticia eclesiástica de relevante y espectacular dimensión, pero a la que apenas si las informaciones “coronavíricas” le han permitido ocupar el correspondiente y merecido espacio, es la siguiente: “ el cardenal George Pell, de 78 años de edad, que fuera “Ministro de Hacienda” en el Vaticano –el tercero en el ordenamiento de su jerarquía-, ha sido absuelto por el Tribunal Supremo australiano, declarado inocente, después de estar encarcelado durante trece meses. Públicamente, acaba de declarar en televisión que la acusación que cursaron contra él respondió a determinados abusos sexuales con dos niños de coro, siendo él arzobispo de Melbourne en la década de los años 1990, denuncia falsa inventada en el Vaticano, al haber él hecho pública parte de la corrupción existente e intentar iniciar las debidas reformas”. Y este es aquí y ahora, el objeto de mi reflexión.
Sí, en el Vaticano hay cierto olor a podrido. La noticia de referencia lo transpira por todos sus poros. Y “cierto”, como adverbio, significa nada menos que “con certeza”. Antepuesto, como adjetivo, a un substantivo, acentúa la idea de “verdadero, seguro y que no puede ponerse en duda”. Condenado por un pecado que no cometió y a consecuencia de invenciones de corruptos de profesión, temerosos de que sus chanchullos “religiosos” no pudieran seguir pasando durante más tiempo desapercibidos en esta vida y también en la otra, el “vía crucis” del cardenal estuvo a punto de llevarle a la muerte…
Y es que el dinero, bajo cualquiera de sus formas, monedas e inversiones, ha de oler, y huele, necesariamente mal. Huele a podrido. Mucho más aún cuando se trata de dinero bautizado, registrado y contabilizado como “religioso” en la diversidad de campañas, denominaciones, legados, intenciones y aplicaciones universales, diocesanas, parroquiales, o de movimientos e instituciones “piadosas” que les sean aplicadas y con las que se pretenda justificar.
En Roma -en el Vaticano- todo cuesta dinero. Gratis no te dan nada. Te adoctrinan diciendo que, lo que a cambio del dinero ofertado te proporcionan, no tiene precio, por su ínclita condición de espiritual o sobrenatural, y porque se cometería el pecado, tan denostado en el “Libro de los Hechos de los Apóstoles”, llamado de “simonía” o “compra o venta deliberada de cosas espirituales, especialmente de sacramentos o cargos religiosos”, tal y como pretendió un tal Simón, apodado “el Mago”. (Esto no obstante, muchos y muchas se siguen preguntando cómo y por qué a la misma salvación eterna se la conoce y reconoce catequéticamente como el “supremo y el verdadero negocio”)
En el Vaticano y sus alrededores, con inclusión de los altares, suena en demasía el dinero. Hay que pagar por las misas. Y por las audiencias pontificias. Y por los procesos de secularización de curas y religiosos, Y por las nulidades -“anulaciones”- matrimoniales, Y por las “bendiciones apostólicas”. Y por las bulas. Y además, y sobre todo, por las indulgencias, con cuantas interjecciones gramaticales (¡¡¡¡) puedan y deban adscribírseles…
Los santos cuestan dinero. De la inversión y del monto-montante, que se emplee en los procesos canónicos, dependerá en gran parte la “elevación al trono de los altares” de algunos y algunas, con los grados de “beatos” o “santos”, así como otros patronazgos y celebraciones. La burocracia, el clericalismo, la celibatería… cuestan dinero. En la historia de la “Gran Banca”, el Vaticano tiene nombre y peso de banco, y de no pocas de sus inversiones, lo menos que se puede lamentar en lenguaje eclesiástico es lo de “¡líbera nos, Dómine¡”
De lo del “olor a oveja” del bendito papa Francisco, no fueron muchos los devotos que tuvo, y menos entre sus “pastores”. Son más -muchos más- los devotos -devotísimos- del olor a incienso, pese a que el olor a rebaño sea más propio de Jesús y de los cristianos, que el del incienso, aunque este sea confundido oficial y místicamente con el del “olor a santidad”. El incienso fue y sigue siendo pagano, aunque hoy por hoy, y en los tiempos “coronavíricos que vivimos y olemos, la insensibilidad del olfato humano para captar la presencia de ambos -el de las ovejas y el del incienso- son señales preocupantes de enfermedad tan beligerante…
A propósito del incienso, de los olores, de las ovejas y del dinero, no me ahorro reseñar el comentario de muchos de que el “Opus Dei” no haya hecho aparición alguna en las informaciones, a no ser en el obituario de Juan Cotino, “vinculado a la Obra”, acusado principal en el juicio por el viaje de Benedicto XVI a Valencia, en el “V Encuentro Universal de la familia”, excusándose de cualquier responsabilidad porque “quien mandaba y ordenaba todo era el ya fallecido, entonces arzobispo de Valencia, el cardenal Agustín García Gasco, a quien le profesaba la debida obediencia”…