¿No estamos legitimados para disponer de la vida de uno mismo? Eutanasia voluntaria. ¿Qué mal hace al prójimo?
"¿Seguro que su reprobación proviene de la fe, y no de un acervo de tradición simplemente cultural? No sería la primera vez que sucediera una cosa así. Eso fue, por ejemplo, lo ocurrido con la cremación/incineración, considerada por siglos ajena al cristianismo y finalmente aceptada"
"¿Defraudó al Evangelio el franciscano Maximiliano Kolbe, al ofrecerse voluntariamente a sustituir al padre de familia con hijos, condenado en Auschwitz a morir de hambre?"
| José María Rivas Conde
La pregunta, pese a ser una de las más oportunas en nuestros días, se me escapó en mi escrito de noviembre del año pasado. A la luz de lo dicho en él resulta obvio su carácter retórico, y no merecería la pena detenerse a hablar en particular de la licitud de la eutanasia voluntaria. Pero, dado el repelús que no es raro provoque, voy a sobrevolar datos que pueden ayudar a superarlo.
Al decir “eutanasia voluntaria” me refiero exclusivamente a la práctica que consiste ‒se la disimule con eufemismo encubridor o se la nombre formalmente‒ en el empleo por propia voluntad del paciente, de medios positivamente aceleradores de su muerte, cuando ya no tiene esperanza razonable de recuperarse de su enfermedad, o de su dependencia de terceros para todo.
Tal práctica siempre ha sido rechazada por la enseñanza eclesiástica oficial. Pero, ¿seguro que su reprobación proviene de la fe, y no de un acervo de tradición simplemente cultural? No sería la primera vez que sucediera una cosa así. Porque ‒recordando una cuestión próxima‒ eso fue, por ejemplo, lo ocurrido con la cremación / incineración, considerada por siglos ajena al cristianismo y finalmente aceptada.
Los cánones 1203,2 y 1240,1.5º del antiguo CIC la prohibían, en efecto, recogiendo “una larga tradición”, e imponían penas canónicas, bien severas en la mentalidad de entonces, para quienes hubieran dispuesto la de su propio cadáver, o atendido y ejecutado la petición de otros en tal sentido. Se comprende el equilibrio que Roma se vio forzada a intentar en la Instrucción del Santo Oficio, de 5 de julio de 1963, aprobada por Paulo VI, para autorizarla sin desacreditar abiertamente, ella misma la validez, en relación a la eternidad, de su enseñanza y la de sus disposiciones legislativas y disciplinarias.
La eutanasia activa no se opone al cristianismo
La solución fue legalizarla en atención a conveniencias de carácter público o privado, y para no dificultar la expansión de la fe en lugares en que, como en la India, “lo tradicional” es la cremación. Pero legalizarla como rebaja de las exigencias cristianas. Es decir: sin dejar de mantener que lo cristiano fetén era la inhumación. ¡Como si en el Evangelio pudiera hablarse de grados de perfección por motivos ajenos al alcance y pujanza del amor!
En realidad, ninguna de las tradiciones funerarias que se han dado o todavía se dan, tiene de por sí algo que ver con el Evangelio. Lo contrario es cosa muy difícil de entender en el marco de la catolicidad del mismo, e imposible de aceptar sin distinguir entre cristianismo en bruto y cristianismo refinado, de segunda y de primera; entre cristianos morralla y cristianos selectos. ¡Totalmente incompatible con la igualdad de todos ante los requerimientos del Evangelio y con la vocación universal a la salvación y santidad!
Hoy, por lo general, no se presta ya atención a nada de esto. Ni aunque por ahí salga de vez en cuando alguien, con la pretensión de que se restaure la primacía cristiana del enterramiento.
Este y demás antecedentes similares, llevan preguntarse si no acabará sucediendo lo mismo con la opción de poner fin activamente a la vida propia, cuando se llega a situación irremediable de muerte o de total dependencia; preguntarse si, a pesar de seguir hoy reprobándolo y condenándolo oficialmente con energía, se terminará un día acogiéndolo sin más, aunque en un primer momento sólo se presente nada más que como acto precariamente compatible con el Evangelio.
Siquiera por no correr el riesgo de tener que desdecirse también en esta cuestión de la eutanasia, no hubiera sobrado una cautelosa y sincera revisión de lo siempre dicho. No sirven respuestas aprioristas a partir del cajón de sastre, en que se ha convertido el depósito de la fe. Ni gozan de garantías de verdad las tipificaciones en el Código. Éstas, incluso pueden servir para desdibujar y hasta anular tipificaciones evangélicas. Como la de la malignidad de los votos y juramentos. De ésta que hablé en mi escrito de 03/05/2012. Por lo demás, ninguna rectificación deja de constituir reconocimiento y afirmación de carecer lo rectificado de la validez universal y permanente, que es típica de lo evangélico. Incluso las hechas en atención a nuevas circunstancias o a los famosos “signos de los tiempos”. Éstas sólo pueden valer para lo temporal, nunca para lo eterno.
Para realizar esa revisión, tanto respecto de la eutanasia como de todas las prescripciones y condenas luego derogadas, tenemos un camino bien señalizado: atender a la figura de Jesús, suplicando a nuestro Padre de los cielos nos conceda, en atención a la causa de su Hijo, el don de su Espíritu (Mt 18,20). El que nos debía enseñar todo (Jn. 14,26) y nos había de conducir a la plenitud de la verdad (16,13).
Lo digo desde la perspectiva del “haber conocido y creído ‒como Pedro‒ que Jesús es el Santo de Dios” (Jn 6,69), y de haberlo tomado ‒a pesar de los fallos personales‒ por camino y maestro, en la convicción de tener Él «palabras de vida eterna» (6,68). Palabras que resultan definitivas, inderogables, irreformables. Palabras inamovibles. ¡Palabras desveladoras a la vez de la meta y de la ruta, y expresión de un modo de comportarse en la vida y de lo que anida en el corazón! Lo que en efecto decide el carácter cristiano de un proceder es el sentir de Jesús sobre ello y su modo de actuar en relación a ello.
Cierto que la igualdad esencial de todos excluye que haya hombre alguno legitimado para disponer de la vida de otro. También que exista autoridad alguna que lo esté. Sería aberrante totalitarismo dictatorial. Pero de la de uno mismo… ¿por qué no se va a estar legitimado? ¿Por lo del dominio exclusivo de Dios sobre la vida? ¿Le valió esto a Jesús respecto de la suya? ¿Cuál fue en esto su proceder? Pues el de la libertad y el señorío de quien se sabe rey de la creación e hijo, que no siervo, en la casa de su padre Dios: “Jesús, habiendo recibido del Padre tener vida en sí mismo como el Padre la tiene” (Jo 5,26), “la entregó seguro de que volvería a tomarla. Nadie se la quitó. Él mismo la dio por su propia voluntad en cumplimiento del encargo que le hizo su Padre” (10,18). No es sólo que libremente llegase al extremo de jugarse la vida en la tarea; sino además que, advenido al hacerlo a situación irreversible de muerte, fue Él quien entregó la vida por sí mismo, sin más traba que tenerlo cumplido todo. Hasta lo mínimo de recibir vinagre en su sed.
Hay dos datos del momento de su muerte, que entiendo reflejan de modo especial, esa voluntariedad activa de Jesús en la entrega de su espíritu al Padre (Lc 23,46). Me refiero en concreto a la impredecible brevedad de su agonía y a la impensable gran voz con que expiró.
Brevedad tan impredecible que los jefes judíos pidieron a Pilatos ordenara romper las piernas a los tres crucificados, para que murieran rápido y así no tener que dejar en la cruz los cuerpos durante el Sábado de Pascua. Brevedad tan impredecible, que extrañó al mismo Pilatos hasta el punto de requerir del centurión, antes de entregar el cuerpo a José de Arimatea, si hacía tiempo que Jesús había muerto.
Voz por su parte impensable, dado el ahogo permanente que sufría el crucificado en su forzada posición pectoral de continua inspiración profunda, al pender su cuerpo de sus brazos extendidos, sin más alivio que el fugaz de apoyarse en el clavo de los pies. Voz tan impensable que, al oírla, hizo exclamar al centurión romano testigo de la crucifixión: “Verdaderamente este hombre era hijo de dios” (Mc 15,39).
Quienes creemos en Jesús, hemos recibido de Él la seguridad de tener todos vida en nosotros y de no morir para siempre (Jn 11,25-26). A todos se nos fijó el destino, irrevocable en la mente del Creador, de participar de la realeza y filiación divina de Jesús. Por ello, la única limitación respecto de la muerte voluntaria, que entiendo se nos puede señalar, es la misma que la de Jesús respecto de la suya: cumplir del todo el deseo de nuestro Dios y Padre.
Sólo hay una cosa que con certeza nos conste ser realmente deseo suyo respecto de nosotros: que vivamos el amor (1Jn 4,21). Es conocido de sobra que esa es la síntesis de su ley, y que sólo se nos pedirá cuenta del amor, sin distingos entre amor a Dios y al prójimo (Mt 25,40.45). Porque su precepto es que quien le ama a Él, ame también al hermano (1Jn 4,21). Así es además como se realiza que, hechos por Él hijos suyos (3,1), seamos amor como Él lo es (4.7). Él sin medida; nosotros obviamente en la nuestra limitada.
Aunque por fuerza de modo diferente, actúa sin embargo como Jesús ‒lo sepa él o no‒ quien sin hacer mal a nadie decide poner fin a su vida, una vez llegado a situación irreversible de imposibilidad de hacer a otros bien alguno. Bien sea por enfermedad en fase terminal, bien por incapacidad total permanente. Lo decida al dársele dicha imposibilidad, o lo tenga decidido en previsión de llegar inconsciente a ella.
El paralelismo con el actuar de Jesús se subraya, cuando además anima el deseo de no desaprovechar en uno mismo lo que puede beneficiar a otros con esperanza de sanación. Y el de no alargar baldíamente el dolor de quienes más le quieren a uno; ni de ocasionarles estérilmente serio quebranto económico por el elevado coste de los cuidados que requiera su caso; ni de seguir complicándoles vanamente la existencia. Sino permitirles que la vivan con normalidad. O dedicados, si tal es su deseo, a atender y aliviar a los que aún tienen esperanza de curación.
Esta voluntad ¿no guarda relación ninguna con la del náufrago que, viendo escapársele la vida a causa de sus heridas, cede su lugar en la lancha a quien en ella puede salvarse? ¿Defraudó al Evangelio el franciscano Maximiliano Kolbe, al ofrecerse voluntariamente a sustituir al padre de familia con hijos, condenado en Auschwitz a morir de hambre? ¡Juan Pablo II lo canonizó! Esta incongruencia romana de canonizar en Kolbe ‒que ni siquiera estaba en situación terminal‒ lo condenado en la eutanasia voluntaria, sólo es muestra de las tantas producidas a lo largo de la historia.
No quiero en absoluto decir que la eutanasia activa de que hablo, debería tenerse como exigencia cristiana; sino sólo que no se opone al cristianismo, como tantos estiman. Sobre todo, quienes a las otras razones añaden la obra última de bien, que entienden puede hacer aún el agonizante. La de vivir su padecer como ofrenda de altar. Por lo del valor redentor, expiatorio y reparador que atribuyen al sufrimiento.
Inadmisible que el Dios creador del universo, el que creemos Amor y Padre nuestro, requiera del padecer de sus hijos para otorgar su perdón. Ni que en su infinita grandeza quepa la mezquindad. Tanta como para necesitar ser reparado con las naderías de los que por nosotros mismos sólo somos siervos inútiles y sin provecho. Él perdona sólo porque se le pide (Mt 18,27.32). Aunque se le pida por interés personal. El hijo pródigo decidió regresar a casa y pedir perdón para asegurarse el alimento diario que en ella tenía hasta la servidumbre. Pero el padre, al verlo a lo lejos, salió corriendo a su encuentro, se le echó al cuello, lo comió a besos y ordenó recibirlo por todo lo alto como a hijo (Lc 15,17-18).
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