"Holocausto, no: Shoah" Martínez Gordo: "La maquinaria aniquiladora puesta en funcionamiento por Adolf Hitler no tiene nada de sacrificio u ofrenda entregada a Dios"
"Tipificar como “holocausto” la llamada “solución final” del nazismo es, a la luz de lo que significa en la antigua Grecia y en la liturgia mosaica, un despropósito"
"Por el contrario, la palabra “Shoah” es un concepto hebreo que, polisémico, significa catástrofe, aflicción, desierto, vacío y despoblamiento"
"“Shoah” fue el título que el realizador Claude Lanzmann dio a su monumental película documental de más de nueve horas de duración y fruto de más de diez años de investigación"
"“Shoah” fue el título que el realizador Claude Lanzmann dio a su monumental película documental de más de nueve horas de duración y fruto de más de diez años de investigación"
Corría el año 1998 cuando llegó a mis manos un texto que, redactado por la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, se titulaba: “Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah”. Mi sorpresa fue mayúscula porque era la primera vez que oía la palabra “Shoah”. Tuve que preguntar a Bruno Forte, miembro, por aquel entonces, de la Comisión Teológica Internacional, qué significaba el vocablo y a qué obedecía su empleo.
Entonces me enteré de que se trataba de una expresión que, compartida por una buena parte de los judíos y cristianos, estaba llamada a desplazar (también entre los católicos) la noción de “Holocausto” cuando nos refiriéramos al exterminio de seis millones de judíos y de otros tres millones de gitanos, discapacitados, homosexuales, católicos y comunistas por la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial. El “Holocausto”, me dijo, es una palabra que, procedente del griego, y previo paso por el latín, ha llegado a nosotros significando, desde el punto de vista etimológico, “quemar todo”. Es de sobra conocido, prosiguió, que en la antigua religión griega los sacerdotes quemaban sobre el altar un animal (o cien bueyes, en el caso de una “hecatombe”) con la intención de aplacar la ira de los dioses, gracias al aroma que desprendía la carne asada. Era una práctica que también se puede encontrar en el Primer o Antiguo Testamento; concretamente, en el libro del Levítico (Cf. 6, 2 y ss.). Allí se lee cómo Moisés ordena a su hermano Aarón, el sacerdote, que él, y quienes le sucedan en dicha responsabilidad, tengan un fuego permanentemente encendido sobre el altar para que, quemándose carneros, se produzca un “calmante aroma para Yahveh”.
"Recurrió a tal vocablo consciente de que los términos de “genocidio” (destrucción de una nación o de un grupo étnico) y “Holocausto” no bastaban para definir la “solución final” o barbarie activada en los campos de exterminio"
Tipificar como “holocausto” la llamada “solución final” del nazismo- prosiguió Bruno Forte- es, a la luz de lo que significa en la antigua Grecia y en la liturgia mosaica, un despropósito, cuando no, una indignante blasfemia. La maquinaria aniquiladora puesta en funcionamiento por Adolf Hitler no tiene nada de sacrificio u ofrenda entregada a Dios. Es, concluyó, la destrucción sistemática y el exterminio del pueblo judío, así como de algunas minorías y disidentes. Y eso es algo que queda mejor reflejado cuando recurrimos a la palabra “Shoah”, un concepto hebreo que, polisémico, significa catástrofe, aflicción, desierto, vacío y despoblamiento, esto es, la situación en la que quedó Jerusalén después de las destrucciones del Primer y Segundo Templo y que, en referencia a la llamada “solución final”, entendemos como “exterminio nazi”.
A partir de aquella fecha, se redobló mi interés por la historia del vocablo y, por supuesto, por el diálogo entre judíos y cristianos y, de manera particular, con los católicos. En concreto, supe que se trataba de una palabra que no apareció en la edición del nuevo Diccionario Hebreo de 1970, aunque sí en las posteriores. Y también, que a la entrada del museo Yad Vashem (la memoria y el nombre) de Jerusalén, se puede leer, en inglés, “Centro Mundial para el Recuerdo del Holocausto”; así como que la Asamblea General de la ONU declaró el 27 de cada enero “Día Internacional de Conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto” (2005). Pero también que el 12 de abril de 1951 el Parlamento Israelí ya había fijado el día nacional de la memoria del exterminio de su pueblo por los nazis, el conocido como “Día de la Catástrofe” (“Shoah”). Y que recurrió a tal vocablo consciente de que los términos de “genocidio” (destrucción de una nación o de un grupo étnico) y “Holocausto” no bastaban para definir la “solución final” o barbarie activada en los campos de exterminio. E, igualmente, que “Shoah” fue el título que el realizador Claude Lanzmann dio a su monumental película documental de más de nueve horas de duración y fruto de más de diez años de investigación. En ella filmó los testimonios de los supervivientes, siendo estrenada en 1985. Desde entonces, es una grabación de obligada referencia. Y, finalmente, también supe que fueron muchas las voces que se levantaron contra el empleo de la palabra “Holocausto” por parecidas o convergentes razones a las indicadas. Entre ellos, Primo Levi.
Es evidente que, a pesar de la fuerza argumentativa que presenta el empleo del término “Shoah”, éste sigue coexistiendo con el de “Holocausto”. Y también que la palabra “Shoah” es prácticamente una desconocida en la gran mayoría de los comentarios en prensa y en los medios de comunicación españoles. Es lo que he vuelto a constatar estos últimos días, leyendo las noticias y unos cuantos artículos de opinión sobre el 75 aniversario de la liberación del campo de Auschwitz-Birkenau, finalmente, convertido en el símbolo de la “Shoah” o “exterminio nazi”. Ojalá también la prensa y el pensamiento en español empiecen a familiarizarse, como la gran mayoría de los medios culturales europeos y de una buena parte del mundo, con este concepto y que vayamos dejando en la cuneta de la historia el de “Holocausto”.