"El secreto de la permanencia y actualidad de lo ignaciano está en la espiritualidad" La belleza del santuario de Loyola: Arquitectura, cultura y espiritualidad
"Una vez en el interior de la basílica, uno se siente movido a mirar esa alta techumbre o cielo del templo, que es la cúpula. Y, si acaso, detenerse en el punto del eje vertical que se eleva hasta el pináculo"
"Al salir de la basílica, se encuentra uno con esa joya que es la Casa-Torre de los Loyola, en la que nació en 1491 Iñigo"
"El manantial se encuentra en la habitación de Ignacio, que en su convalecencia aprendió a leer y reconocer sus sentimientos interiores y a interpretarlos, a la luz de la vida de Jesús"
"La espiritualidad es la tercera dimensión del santuario de Loyola. Ignacio fue un santo y un líder que, al morir dejó en marcha a casi mil jesuitas, además de muchos amigos y bienhechores"
"El manantial se encuentra en la habitación de Ignacio, que en su convalecencia aprendió a leer y reconocer sus sentimientos interiores y a interpretarlos, a la luz de la vida de Jesús"
"La espiritualidad es la tercera dimensión del santuario de Loyola. Ignacio fue un santo y un líder que, al morir dejó en marcha a casi mil jesuitas, además de muchos amigos y bienhechores"
| Javier Zudaire sj
El arte es lo primero que admiran muchas personas que se acercan a Loyola. Antes de penetrar en el recinto del santuario, la mole montañosa del Izarraitz les impulsa a elevar la mirada hacia lo alto. Pero el correr juguetón del agua por el cauce del Urola, a la vez que la verde vegetación de los campos y montañas, les lleva a pisar en el suelo y a mirar de frente al viejo edificio, antes de introducirse en la majestuosa iglesia basílica. Anclada ella en tierra firme, constituye el buque insignia del conjunto, que atrae y acoge al visitante. Subir por su espléndida escalinata causa una sensación especial que predispone a encontrarse con algo que nunca es totalmente conocido.
Una vez en el interior de la basílica, uno se siente movido a mirar esa alta techumbre o cielo del templo, que es la cúpula. Y, si acaso, detenerse en el punto del eje vertical que se eleva hasta el pináculo. Algunos pretenden que es un punto de especial energía. Producen impresión de armonía y equilibrio los arcos, las columnas, las capillas laterales, y el anillo circular que invita a ser recorrido. Mármoles de colores conjuntados y una exuberante ornamentación en el retablo principal encuadran admirablemente, en el nicho central, la imagen barroca de un San Ignacio lleno de vida y dinamismo. La música del órgano Cavaillé-Coll o el silencio, según a qué hora, hacen aflorar fácilmente emociones interiores personales.
Al salir de la basílica, se encuentra uno con esa joya que es la Casa-Torre de los Loyola, en la que nació en 1491 Iñigo, que se hizo llamar más tarde Ignacio. Es como una reliquia guardada, que pasa desapercibida a no pocos. “La santa casa”, como ahora se le llama, es una restauración reciente de lo que fue medio fortaleza y medio palacio de la familia. La austeridad ornamental ayuda a ambientarse en las diversas estancias y salones, encerrados en unos sólidos muros que ciertamente conoció nuestro santo.
La arquitectura del interior del edificio, por ejemplo, la esbelta escalera con las imágenes de los santos (Ignacio, Javier, Kostka y Gonzaga); las pinturas, como la colección de retratos de los Generales jesuitas, colocada en un regio corredor, que pocos conocen; el comedor antiguo y su antecomedor. ¡Qué bellezas! También sorprenden y agradan los tres patios interiores y los claustros. Como también gusta y mucho, la visita al vecino caserío Errekarte, en el que nació en 1857 Francisco Gárate, el beato hermano Gárate.
La cultura es la segunda dimensión fundamental de Loyola. Centrada sobre todo en la historia del país y de la Compañía de Jesús, recordada en abundantes cuadros de paredes y muros. Las riquezas se guardan sobre todo en los archivos y en las bibliotecas, áreas reservadas a investigadores y estudiosos. La querencia a los libros fue un rasgo de la personalidad de Ignacio, atestiguado en su autobiografía y visible en las manos de la escultura del caballero convaleciente en su histórica habitación. Los libros, es decir la cultura, son marca de la casa. Por eso a nadie puede extrañar que Loyola haya sido Colegio y casa de estudios.
Por eso es normal que en Loyola hayan vivido jesuitas que han pasado a la historia de la ciencia o de las letras. Quizás el más famoso sea el P. Manuel de Larramendi, autor de “El imposible vencido”, cuyo aposento es un museo, poco conocido. En vida de Ignacio visitó la casa de los Loyola Francisco de Borja, duque de Gandía, padre de ocho hijos, admitido jesuita por el mismo fundador y que fue canonizado, después de haber sido el tercer superior general de la Orden. Al elegir en Roma a su sucesor, el Papa mandó a los electores que no eligieran a otro español más.
En Loyola la historia de la Compañía de Jesús se muestra viva, de mil maneras. El cuadro del P. Mateo Ricci, que nació en Italia cuando Francisco Xavier moría a las puertas de China recuerda a uno de los más admirables sabios jesuitas que han existido. Un italiano que llegó a ser nombrado mandarín en la corte de Pekín. Matemático, astrónomo, y escritor, misionero muy creativo en el área de la inculturación. Se ha publicado en castellano el primero de los libros que escribió en chino, titulado “Sobre la amistad”.
La espiritualidad es la tercera dimensión del santuario de Loyola. Ignacio fue un santo y un líder que, al morir dejó en marcha a casi mil jesuitas, además de muchos amigos y bienhechores. Hoy la familia ignaciana, compuesta por millares de jesuitas y personas colaboradoras se encuentra presente en muchos países del mundo. Todos y todas caminan en la misma dirección, en el sentido de que comparten la misma misión. Pero lo hacen de formas muy diversas, adaptándose a las necesidades de las culturas, de los ambientes y de las personas.
La diversidad, la libertad y la creatividad se evidencian en el campo de la educación, en los trabajos sociales, en la teología, en las ciencias, en los medios de comunicación y en todo aquello que pueda ser servicio a la sociedad y a la Iglesia. Será prioritario aquello que sea más universal y de mayor urgencia. Errores aparte, esa capacidad de adaptación y de cambio ha sido una de las fuentes de ciertas antipatías y desconfianzas hacia lo ignaciano, a lo largo de los cinco siglos de su existencia.
Pero el secreto de la permanencia y actualidad de lo ignaciano está en la espiritualidad. El manantial se encuentra en la habitación de Ignacio, que en su convalecencia aprendió a leer y reconocer sus sentimientos interiores y a interpretarlos, a la luz de la vida de Jesús. Esa crisis espiritual le llevó a tomar decisiones de grueso calado, como lo fue la de dejar la vida de caballero noble y emprender un camino de peregrino, sin saber a dónde le llevaría. Pronto sus intensas experiencias personales dieron a luz un método (los Ejercicios espirituales) y una pedagogía (el discernimiento) y una nueva familia en la Iglesia, la Compañía de Jesús.
Muchos y diferentes proyectos se han realizado, según las necesidades de los tiempos y de los lugares. Pero todo, incluidos los fracasos, ha funcionado –y funciona- gracias a la espiritualidad. Es un modo de proceder que en el santuario de Loyola se evidencia en la santa casa, en la basílica, en el centro de espiritualidad, en la biblioteca, en el albergue juvenil y en un entorno natural de lujo. Las palabras clave son: mirar, sentir, amar, servir, adaptarse, ser fieles y ser creativos. También: cristo centrismo, libertad y justicia. Pueden resumirse en dos: Iglesia y mundo.
Creyentes e increyentes de cualquier parte del mundo, siguen actualmente viniendo a Loyola. De diferentes maneras y por diversos motivos, vienen siguiendo las huellas ignacianas. Podríamos decir que las tres dimensiones mencionadas forman un triángulo, el triángulo de Loyola. Porque el ojo atento también descubre en este santuario, barroco en parte, figuras geométricas y simbólicas, especialmente el círculo, el cuadrado, el arco de medio punto y el triángulo.
Terminaremos esta crónica apuntando al triángulo. En Loyola se le puede contemplar a gran escala y en pequeña. De forma evidente o a veces críptica. Elemento esotérico o símbolo de la iconografía cristiana. El triángulo ignaciano por excelencia lo encontramos en el retablo principal de la basílica, sobre la estatua de San Ignacio: es el triángulo trinitario. Representa al Padre creador, fuente viva de vida; al Hijo cargando con la cruz, encarnación de la belleza; y al Espíritu, suave impulso amoroso.
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