Gritos desgarradores hienden la noche.
Se suceden como aullidos de perros lastimeros,
pero son alaridos humanos que descarnan por dentro.
Centenares de días sin que la brisa del mar atempere la tarde,
sin que el silencio se haga presente
abriendo un espacio cordial entre las miradas.
Caminan los supervivientes, como muertos en vida,
sobre cenizas, ruinas, escombros, despojos,
sobre cuerpos ocultos bajo edificios
bombardeados, arrasados, demolidos.
“Ojo por ojo y el mundo quedará ciego”,
dijo un anciano no violento vestido con taparrabos.
La ley de talión elevada a la máxima potencia
del genocidio, la masacre inmisericorde
de niñas y niños sin culpa alguna.
El resto sobreviven sorbiendo el aire,
sin la frescura del agua de la vida,
sin el exquisito sabor de la miga de pan.
No se encuentra en el horizonte
ningún rastro de humanidad,
ni un solo hilo de esperanza
para poder tejer un bordado de diálogo,
un tenue destello hacia la paz,
un resquicio luminoso para la compasión.
Solo las lágrimas y la determinada
e invicta solidaridadcon el pueblo resistente
y los gritos fraternales elevados al cielo velado,
que el viento compasivo arrastra hacia Gaza,
harán volar un día de nuevo
las cometas y las incipientes sonrisas
sobre los rostros de las niñas y los niños
que sobrevivan al exterminio del odio.