Vivificante caricia
«Solo el amor resistirá alimentando silencioso la lámpara encendida, el canto anudado a la garganta, la poesía en la caricia del cuerpo abandonado» (Gioconda Belli)
Esta época de realidades, universos y amistades virtuales, parecen poco propensas para los encuentros físicos, reales, corporales. Se está olvidando el contacto vivo, concreto, entre dos personas. Y no hay nada como un buen abrazo, un estrechón de manos, una caricia prolongada, percibir el calor personal del otro a tu lado, junto a ti… Jorge Guillén lo dirá espléndidamente en lenguaje poético, pero muy real en estos días: «Pero más, más ternura trae la caricia. Lentas, las manos se demoran, vuelven, también contemplan».
Efectivamente, la crisis que padecemos no es solo económica, sino de valores, de paradigmas, de relaciones, de cercanía y entendimiento entre los seres humanos. Cuantas más distancias se difuminan y acortan en la época de la comunicación por excelencia, más alejados nos encontramos los unos de los otros en muchas ocasiones y circunstancias. Hay palabras de aliento, de acogida, de cariño, de felicitación, de denuncia, que se pueden hacer por carta, por email, por facebook… Pero la mirada acariciadora, tierna, que acompaña a ese mensaje no la puedes contemplar más que junto a tu interlocutor.
A veces pienso que la valentía, el coraje, la entereza se pueden mostrar a distancia, pero pierden muchas veces su valor cuando se tiene que demostrar en el día a día, cuando es vital para alguien sentir la mano, el abrazo, los ojos, todo un cuerpo que te estrecha para demostrar su alegría, su estima o su empatía entrañable. Porque una persona crece cuando demuestra con todo su ser los sentimientos que alberga interiormente, los hace expansivos, los comunica lleno de alegría.
Cuando alguien padece en sus entrañas el dolor, el sufrimiento, la soledad, la pérdida de algún ser querido, no hay mejor consuelo, más eficaz bálsamo que la caricia sincera, tierna, amistosa, fraterna. No hay nada que se agradezca más, porque en la mayoría de estas circunstancias, las palabras sobran y solo acierta el silencio conmovido y compartido, las manos que acogen cálidamente a las otras, tan frías por el desconsuelo.
Hay otro tipo de caricias tan necesarias como las físicas de los cuerpos humanos: la de la brisa de la playa, la de la noche estrellada o plena de luna, la de la cima de una montaña, la de un lago en un valle verde, esplendoroso… es la caricia de la naturaleza, de la tierra, de nuestro planeta azul, vivo y maternal. Dejarse acariciar por la creación, por la belleza de sus paisajes, por la majestuosidad de sus abismos y océanos, por la hermosura de sus seres vivos, sus plantas y sus rocas, es sentirnos parte integrante de ese todo mayor que nos engloba y define. Somos pequeños, mínimos seres en este universo infinito, pero también sentimos la caricia de nuestra individualidad y especificidad: somos también únicos en el cosmos, hemos sido invitados a la vida con unas huellas de identidad que no posee ningún otro ser entre los infinitos espacios siderales que nos rodean.
La solidaridad es un nuevo nombre del amor, es una mano tendida que levanta del polvo al lastimado por las heridas de la existencia, es un ejercicio de sentir que todos los seres vivos formamos parte de la misma cadena de la vida, que provenimos y somos parte de una sola familia. Así, la solidaridad ofrecida con generosidad y gratuidad, como servicio y amor hacia el otro, sería la caricia más humana, consoladora, tierna, vivificante.
«Felices quienes acarician a los demás con un gesto de ternura, con una mirada comprensiva, con la dulzura de una palabra alentadora».
(Espiritualidad para tiempos de crisis, coed. Desclée-RD)