Contra la leyenda negra del fundador de los jesuitas Ignacio de Loyola quería a su gente
“Actuaba como un verdadero padre, que sabía conocer 'la anatomía del alma'”.
Sabía mirar más allá de la apariencia, y al tratarlos se volcaba especialmente con las conciencias turbadas y afligidas, devolviéndoles muchas veces la serenidad interior
"En las cosas espirituales -decía- no hay más pernicioso error que el pretender gobernar a los otros por sí mismo, y pensar que lo que es bueno para uno lo es para todos.
Quizás conservaba algo del antiguo gentilhombre y cuando quería agasajar a alguien, parecía que lo quisiese meter en su alma
"En el tiempo que estuvo entre nosotros, con su presencia y conversación, reinaba en casa grande alegría".
Cuenta Gonçalves de Cámara que cuando un compañero regresaba a casa después de llevar a cabo un negocio, se limitaba a preguntarle: "¿Venís contento de vos?"
En eso de poner los medios humanos y luego dejar el asunto a Dios era tozudo
Cuando encomendaba algo a alguien, luego le dejaba libertad para actuar a propia iniciativa.
"En las cosas espirituales -decía- no hay más pernicioso error que el pretender gobernar a los otros por sí mismo, y pensar que lo que es bueno para uno lo es para todos.
Quizás conservaba algo del antiguo gentilhombre y cuando quería agasajar a alguien, parecía que lo quisiese meter en su alma
"En el tiempo que estuvo entre nosotros, con su presencia y conversación, reinaba en casa grande alegría".
Cuenta Gonçalves de Cámara que cuando un compañero regresaba a casa después de llevar a cabo un negocio, se limitaba a preguntarle: "¿Venís contento de vos?"
En eso de poner los medios humanos y luego dejar el asunto a Dios era tozudo
Cuando encomendaba algo a alguien, luego le dejaba libertad para actuar a propia iniciativa.
"En el tiempo que estuvo entre nosotros, con su presencia y conversación, reinaba en casa grande alegría".
Cuenta Gonçalves de Cámara que cuando un compañero regresaba a casa después de llevar a cabo un negocio, se limitaba a preguntarle: "¿Venís contento de vos?"
En eso de poner los medios humanos y luego dejar el asunto a Dios era tozudo
Cuando encomendaba algo a alguien, luego le dejaba libertad para actuar a propia iniciativa.
En eso de poner los medios humanos y luego dejar el asunto a Dios era tozudo
Cuando encomendaba algo a alguien, luego le dejaba libertad para actuar a propia iniciativa.
| Pedro Miguel Lamet
El 31 de julio celebramos la fiesta de San Ignacio, este año dentro del quinto centenario de la herida que le transformó por dentro, una buena ocasión para revisar la famosa leyenda negra que presenta a Ignacio de Loyola como un militar adusto y distante, en el que dominaba la obediencia sobre el corazón, creador de una Compañía donde la autoridad y la eficacia están por encima de la persona. En mi reciente novela histórica Para alcanzar amor, su amigo Pedro de Ribadeneira al final de su vida, al revisar la biografía del fundador y sus primeros compañeros, se plantea también el tema de su trato con las personas. Ignacio quería a su gente. Eso sí, como buen vasco, era tierno por dentro, sobrio por fuera.
Copio algunoa párrafos:
“En una palabra, actuaba como un verdadero padre, que sabía, como decía Auger, conocer “la anatomía del alma”. Sabía mirar más allá de la apariencia, y al tratarlos se volcaba especialmente con las conciencias turbadas y afligidas, devolviéndoles muchas veces la serenidad interior. Un día el padre Ministro se quejó de un hermano joven. Ignacio le respondió:
-Yo creo que este muchacho ha hecho más progresos en estos seis meses, que fulanito y menganito juntos durante un año.
Se refería a dos novicios que daban muy buena imagen.
Tenía un curioso criterio:
-Más mortificación de honra que de carne, y más mortificación de afectos que de oración.
¿Y con los estudiantes? Aseguraba que los estudios exigían al hombre entero, aunque aflojaran en ese tiempo en la oración.
-A un hombre que tiene mortificadas sus pasiones, un cuarto de hora de oración le debe bastar para encontrar a Dios -añadía.
Se acomodaba al proceso de cada cual con gran tacto y flexibilidad.
-En las cosas espirituales no hay más pernicioso error que el pretender gobernar a los otros por sí mismo, y pensar que lo que es bueno para uno lo es para todos.
En casa todos sabíamos que tenía mucha gracia en saber dar y quitar el dolor. Solo probaba más a los que más valían. Eso lo experimentó bien el padre Laínez, al que trató duramente, quizás porque intuía que iba a ser su primer sucesor. Era más duro con aquellos de quienes más se fiaba. Lo sabían también los padres Nadal y Polanco. Pero en general tenía el don de suavizar la prueba de los que sufrían.
-En las cosas espirituales no hay más pernicioso error que el pretender gobernar a los otros por sí mismo, y pensar que lo que es bueno para uno lo es para todos.
Como hizo conmigo mismo, quería a sus súbditos de verdad. En las cosas espirituales no hay más pernicioso error que el pretender gobernar a los otros por sí mismo, y pensar que lo que es bueno para uno lo es para todos. Le daba mucha importancia a los momentos de recreo. Recuerdo que un día alguien le preguntó:
-Los días de ayuno, supuesto que no tenemos cena, ¿deberíamos suprimir la recreación?
-Esos momentos no son solo para descansar del estudio, sino para que los hermanos se conozcan y estimen entre sí, que es lo que fomenta la caridad.
Primeros votos de Montmatre
Los enfermos eran sus predilectos, hasta el punto que mandaba al comprador que diariamente le informase si había ido a adquirir todo lo que le había pedido el enfermero. No toleraba los descuidos con quienes caían enfermos y quería que el superior le avisase tan pronto alguno enfermaba.
-Vended esos platos de estaño para comprar medicinas. E incluso hemos de vender los vasos sagrados y hasta nuestras mantas, si fuese necesario.
Muchas veces le vi asistir y servir personalmente a los aquejados de alguna afección. En esto no hacía distinción de personas. Cuando delegó en el padre Nadal alguna de sus funciones, se reservó para él la atención a los enfermos.
-Lo que se da a los enfermos no es nunca una singularidad, ni una falta a la vida en común.
Le daba tanta importancia al descanso de los estudiantes, que en una época en que pasábamos muchas estrecheces económicas, compró una viña situada a los pies del Aventino, cerca de la iglesia de santa Balbina y de las termas de Caracalla, donde arregló una casa para el descanso de los estudiantes del Colegio Romano.
Todo esto tumba por tierra el perfil descarnado y adusto con que algunos le han pintado. Eso sí, quizás tenía la sensibilidad del vasco: tierno por dentro, sobrio por fuera. Hablaba con sencillez y apenas usaba superlativos, como en su estilo al escribir, que ciertamente no era el de un literato, sino escueto, casi lacónico en lo que quería expresar.
Poseía un magnetismo especial para congraciarse con simpatía a la gente. Oí decir una vez de él:
-El padre maestro Ignacio es el hombre más cortés y comedido del mundo.
Quizás conservaba algo del antiguo gentilhombre y cuando quería agasajar a alguien, parecía que lo quisiese meter en su alma y con frecuencia los invitaba a comer a su mesa. Un día se presentó un joven flamenco, que era alto y grande como un castillo. Entonces él, que era bajo de estatura, dio un salto para abrazarle.
Dejaba hablar a los demás, sabía escuchar, con un peculiar don para la conversación. Nunca nos interrumpía, aunque habláramos de cosas inútiles, y si le pedíamos algo importante, nos pedía que se lo dejáramos por escrito para reflexionar sobre ello. Si tenía que decir que no, lo hacía de tal manera que quedáramos convencidos que aquella era la mejor decisión posible. Era muy cuidadoso con la fama de sus súbditos, protegiéndola si tenía que consultar sobre un tema espinoso con otros. Un día que un compañero repitió las palabras que un enfermo dijo desvariando, lo amonestó severamente. Para llamar la atención a alguien lo hacía con buenas palabras y razones. Si recibía a una persona de la que sospechase que podía acusarle de algo, llevaba testigos para que hubiera constancia fiel de lo que se había dicho. Ni los afectos, ni las malas palabras le afectaban, sino que callaba, entraba dentro de sí y luego respondía.
Creo que era el padre Romei el que decía:
-En el tiempo que estuvo entre nosotros, con su presencia y conversación, reinaba en casa grande alegría.
Si este, sin exagerar era su perfil humano, he de añadir que poseía buen ojo a la hora de destinar a los compañeros. Ya en las Constituciones hizo constar que había que repartir los cargos de acuerdo con la aptitud de cada uno, según sus inclinaciones; y antes de mandar a alguien, le preguntaba por sus tendencias a los trabajos, sin imponer cargas superiores a sus fuerzas. Cuando encomendaba algo, luego le dejaba libertad para actuar a propia iniciativa. Curiosa fue la respuesta de uno que le preguntó a qué se inclinaba:
-Yo me inclino a no inclinarme –contestó el sujeto; lo que agradó mucho a nuestro padre.
Cuenta Gonçalves de Cámara que cuando un compañero regresaba a casa después de llevar a cabo un negocio, se limitaba a preguntarle:
-¿Venís contento de vos?
Para Ignacio era más importante la persona que el oficio o la actividad que ejerciera, y dejaba libres a los superiores provinciales, exhortándoles que hicieran lo mismo con los superiores locales. En mi opinión este delegar responsabilidades ha sido uno de los secretos de la eficacia de la Compañía.
¿Y cómo tomaba las decisiones? Primero se informaba ampliamente. Luego deliberaba sobre el asunto aplicando sus reglas de discernimiento, una de sus mayores intuiciones descritas en los Ejercicios Espirituales. Después lo confrontaba con otros, llevaba el asunto a la oración y finalmente decidía. Cuando lo veía claro, raramente se volvía atrás.
-Ya ha echado el clavo –era la típica frase que decían algunos de él, como creo haber referido.
Su gran criterio era usar todos los medios humanos y luego poner toda la confianza en Dios.
Esto lo he descrito así en algún lugar:
En las cosas del servicio de nuestro Señor que emprendía, usaba de todos los medios humanos para salir con ellas, con tanto cuidado y eficacia como si de ellos dependiera el buen suceso y de tal manera confiaba en Dios y estaba pendiente de su divina providencia, como si todos los otros medios humanos que tomaba no fueran de algún efecto.
En esto de poner los medios humanos y luego dejar el asunto a Dios era tozudo. Una anécdota lo corrobora:
Negros nubarrones ensombrecían el cielo en el mes de noviembre de 1552 cuando, cojeando, encasquetado un sencillo sombrero y su caña a modo de bastón en mano, se dirigía a un pequeño pueblo llamado Alvito, acompañado de su eficaz secretario Polanco. Iba con un fin: tratar de la reconciliación de doña Juana de Aragón con su marido, don Ascanio Colonna, padres del célebre Marcantonio Colonna, héroe que fuera de Lepanto.
De pronto el cielo ennegreció y se puso a llover a cántaros. El padre Polanco sugirió:
-Padre Ignacio, si seguimos así, nos vamos a empapar. ¿No deberíamos regresar a casa y posponer la visita a otro día?
-¿Volver? Ni hablar. Hace treinta años que no he dejado de hacer algo previsto, por el mal tiempo, llueva, truene o arrecie el viento.
-¿Y si se encuentra con gente de mala intención?
-Debemos persuadirnos de que en nuestra tarea apostólica nos encontraremos también con gente perversa. El verdadero compañero de Jesús no debe turbarse por ello. Usemos para nuestros fines la simplicidad de la paloma y la inteligencia de la serpiente.
Las dos sombras, una de ellas cojeando, se hundieron en medio de la bruma, el diluvio y la ventisca, alcanzando Alvito hechos una sopa, pero contentos de llevar a cabo su misión, una misión que duró diez días, sin que fuera posible reconciliar al egregio matrimonio. Entonces, andado el camino, se abrió sereno el cielo azul de Roma”.
(Pedro Miguel Lamet, Para alcanzar amor, cap. 24, pág 436 y ss. La Esfera de los Libros, Madrid 2021)
Su gran eslogan resume su vida: "En todo amar y servir". Lo cual evidentemente su pone renuncias a nuestro yo pequeño, pero que se realiza plenamente en un amor personal, fraternal y cósmico.