Un relato perfecto para la Cuaresma

Si algún pasaje evangélico resulta desconcertante como ninguno, revolucionario diría yo por su carácter radicalmente transformador, es el de la mujer sorprendida en adulterio. Tan es así, que costó siglos que se incorporase a los textos canónicos definitivos. Algunos han llegado a opinar que es una fabulación introducida posteriormente, y ajena al Jesús histórico.

No obstante, el pasaje gozó de autoridad desde muy temprano en la historia del cristianismo, a pesar de que su contenido asustaba, y mucho, a cualificados seguidores de Cristo. Sabemos por san Agustín que una razón de la omisión de este pasaje en algunos códices latinos fue porque la moral romana era tan severa con el adulterio que algunos Padres de la Iglesia temieron que el relato motivara a algunas esposas a cometer adulterio. La lectura de este inaudito perdón de Cristo producía un impacto excesivo en algunos auditorios.

Siempre ha estado latente el miedo a la Verdad por liberadora que esta sea; el tema no es tanto “la mujer adúltera” sino la doble vara de medir y la hipocresía de los varones que Jesús desenmascara al liberar a la mujer de la muerte. En cualquier caso, es un texto impactante en el que la audacia amorosa del Maestro descoloca a todos de qué manera.

Una acusación como esta producía un grave estigma contra la mujer y contra las familias afectadas; bastaban dos testigos que pudieran dar fe de que la habían sorprendido en dicho delito para dar cumplimiento a la pena de muerte, según la ley de Moisés (Deuteronomio). Jesús solo tuvo que esperar a que los acusadores se fuesen retirando uno tras otro para dar por terminado el juicio y la acusación, desdibujando la línea entre “buenos” y “malos”, a pesar de que la adúltera fue pillada en flagrante adulterio, Pero Jesús no condena sino que la salva doblemente al lograr salvarle la vida al tiempo que le devuelve la paz interior. Ni siquiera condena a los prestigiosos acusadores que se van retirando al no estar libres de pecado (se supone que igual de graves o aun mayores), ni tampoco al varón adúltero en cuestión, sino que ofrece un camino de gracia a aquellos hombres (y a los de las generaciones posteriores).

El objetivo de Jesús no es cumplir la ley, que en el caso de adulterio, lo más grave no estaba en la trasgresión de la relación conyugal, pues existía la poligamia. En la ley judía, el fundamento del matrimonio no era tanto el amor y el compromiso en aquella apabullante desigualdad de consideración y derechos. Lo esencial era el deber de fidelidad entendido desde la propiedad que tenía el marido sobre la mujer. Al cometer adulterio, las mujeres llevaban la carga del pecado sexual (los hombres, no) como fuente de tentación al pecado para el hombre. Pero lo más grave del adulterio era que se equiparaba a un robo.

¿Cuál es entonces el objetivo de Jesús cuando el adulterio solo lo podía cometer la mujer? El cambio de actitud que deje atrás esta mentalidad legalista e injusta de raíz a favor de la verdadera Ley de Dios que fomenta el perdón compartido desde el amor. Jesús no busca atenuantes de tipo psicológico y social; se sitúa en un plano más alto: en el nivel del amor gratuito de Dios. Él no quiere que triunfe el buen juicio de vencedores y vencidos, sino el amor e todos.  

El verdadero perdón ha de volverse principio de vida reconciliada y gratuita, donde todos, jueces y juzgados, se vinculan a la necesidad de un mismo perdón. Es decir, que en este relato no cabe espacio para que nadie se sienta superior a nadie, excepto Jesús. “Quien esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”, descoloca a la adúltera y a los que se creían en el privilegio de estar mejor posicionados que nadie ante la ley de Dios.

Todo el trato de Jesús con las mujeres es una verdadera buena noticia por su defensa pública de la igualdad y dignidad para toda clase de personas. A partir de Cristo, ya no debería existir diferencia entre la dignidad y los derechos del hombre y la mujer. Con el episodio de la mujer adúltera, la mujer es rescatada de la exclusión y presentada como persona equiparada al varón aunque pecadora como él pero destinataria en igualdad de la Buena Noticia basada en el amor por encima de los condicionamientos de la justicia legal humana.

Cada vez que acusamos a alguien, este pasaje obliga a preguntarnos, da igual si somos hombre o mujer: ¿cómo quisiera ser tratado? Lo cual resulta una bocanada de esperanza, sobre todo para las mujeres peor tratadas y consideradas.

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