Omella, el cardenal del diálogo

Tiene voz radiofónica. El saludo que el cardenal Omella, en nombre de los cinco nuevos purpurados, dirigió al Papa resonaba grave y sincero, sin afectación y con autenticidad en la basílica De San Pedro. Un saludo, salido del fondo del corazón, en nombre de cinco cardenales de las periferias de Laos, Mali, El Salvador, Suecia y España.

Los tres primeros países periféricos geográfica y religiosamente. Los dos últimos, Suecia y España, arrasados por una galopante secularización y, en ese sentido, también pertenecientes a esa categoría acuñada por el Papa.
Tanto en un contexto como en el otro, Francisco quiere hombres humildes y serviciales. Se han acabado los príncipes de la Iglesia. Omella no quiere honores ni privilegios. Sigue siendo el cura de pueblo que siempre soñó ser y que fue durante varios años.

Le gusta la austeridad. Se encuentra cómodo entre los pobres. Es un obispo social y humilde.
Antes de la ceremonia de la entrega del capelo, Fernando Giménez Barriocanal, el gerente del episcopado, le preguntó, para gastarle una broma:

-Monseñor, ¿ya se ha comprado los calcetines rojos?
-Qué va, respondió el neocardenal.


Y levantando la sotana, le enseñó los calcetines negros con algún tomate.

Así es el nuevo cardenal de Barcelona, que, además, hereda otro título, el de cardenal del diálogo, que pasa de Tarancón a Omella. El purpurado de Burriana pasó a la historia como el cardenal que, durante la convulsa Transición, apostó toda su influencia y todo el poder de la Iglesia católica a la carta del diálogo. El neopurpurado de Cretas hereda el título y lo convierte en uno de pilares fundamentales de su pontificado en Barcelona.

Al igual que Tarancón, el flamante cardenal y arzobispo barcelonés tendrá que hilar fino para conseguir que los políticos, tanto los españoles como los catalanes, le sigan por este camino que comporta cierta dosis de ascesis, de escucha de las razones del otro, de voluntad de no construir muros sino puentes, de mirar al horizonte y de primar el bien común por encima de los intereses personales y de partido.

Muchas y casi inalcanzables exigencias para algunos líderes políticos embarcados, desde hace tiempo, en el camino del reproche y de la confrontación. Y dura tarea para el cardenal Omella, al que unos y otros en medio del enconado procés le van a exigir que se posicione claramente y que tome partido. O por unos o por otros.

Y él tiene que ser de todos. No puede ser de unos o de otros ni de unos a costa de otros. Tiene ovejas en los diversos y distintos frentes y a todas tiene que pastorear en el mismo redil de la fe y del Evangelio.

Omella sabe bien que, desde el punto de vista doctrinal, hay razones bien fundadas tanto para defender la independencia como para fundamentar la unidad. Pero él no puede decantarse y tiene que empeñarse en ser puente entre ambos discursos preñados de razones doctrinales.

El neocardenal sabe que sus propios compañeros mitrados de la conferencia episcopal española esperan de él que apueste más por la unidad de España como bien moral superior que por el derecho a la autodeterminación.
Posiblemente, el propio Omella votase a favor del documento del episcopado español del año 2006, que consagraba ese principio por abrumadora mayoría. Porque él, en aquella época era obispo de Calahorra-La Calzada-Logroño, la cuna lingüística de la nación española.

La presión sobre Omella será todavía mayor entre su propio clero, mayoritariamente nacionalista, que, ni siquiera le perdonarán que se mantenga equidistante. No lo tiene fácil ni dentro ni fuera de su propia casa. El capelo le puede ayudar, sin duda, pero sobre todo el que ha pasado a ser, junto al cardenal Osoro, el hombre de confianza del Papa en España.

Y tanto el Gobierno español como el de la Generalitat saben de la autoridad moral y de la influencia planetaria de Francisco. En su difícil papeleta, Omella solo tiene un aliado, pero qué aliado...O dos, porque también puede contar con su capacidad de diálogo y de constructor de puentes.
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