El cura alejado de su obispo: ¿quién era el alejado el obispo o el cura?
Crítica Constructiva
| José María Lorenzo Amelibia
El cura alejado de su obispo: ¿quién era el alejado el obispo o el cura?
(Levante EMV)
Un pastor tenía cien ovejas. Las alimentaba con mimo todos los días en ricos valles. Pensaba: ningún lobo las ha de devorar. Dos años duró su pastoreo en lugares tranquilos, lejos de la gran ciudad.
El padre pensó: este hijo es ya mayor. Posee buenas cualidades y conoce bien las ovejas. ¿Por qué no encomendarle otro rebaño en tierras abruptas, donde en tiempos lejanos fracasaron antecesores suyos? Aquellos corderos peligraban en momentos críticos en que el lobo se disfrazó de zagal. Nuestro fiel pastor se unió con otros hermanos y todos juntos dieron confianza al rebaño que recelaba de sus guardianes por temor de que tras el cayado se ocultara una alimaña traidora.
Fue rudo para todos, el trabajo. Días tristes los que compartieron los hermanos, unidos al padre lejano. La crisis se superó. Entonces dijo el padre: voy a colocar a estos hijos al frente de la porción más delicada de nuestra herencia. Doce mis fueron las ovejas señalas al pastor bueno. Todas confiaban en él. Incluso aquellas que vivían lejos del aprisco y rehusaban los pastos saludables.
Transcurrieron siete años en paz. Con cielo azul. Cubrieron después el horizonte negros nubarrones. Un joven zagal, hermano menor, cargado de buena voluntad y vacío de experiencia, abría la puerta del aprisco a una pequeña jauría de lobeznos. Pretendía que ellos – cuando llegara su mayoría de edad – fueran los perros fieles que custodiaran el rebaño. Mucho disgustó al pastor bueno iniciativa tan original. ¿Quién podría convertir al lobo en perro fiel?
Acudió el zagal al padre buscando solución. Pero muchos eran los problemas que inquietaban la mente del anciano; no halló remedio para atajar el mal. Noche de insomnio aguardaban al hombre bueno.
- Pasará la tormenta – pensaba. El zagal abandonó el oficio. La jauría se dispersó entre los corderos. Se quedó muy solo el pastor. El anciano padre intentó mitigarle la soledad y le envió otro hermano, pobre en sabiduría, también pastor de tierras lejanas.
- ¿Cuándo conseguiré apacentar este inmenso rebaño en compañía de un hermano fiel? Acudió al anciano.
Éste cerró los oídos: "Tú tienes espaldas anchas, hijo, has de soportar el peso del día y del calor, mientras los compañeros hacen cosquillas en tus ijares".
Al fin llegó el conflicto entre los hermanos. El rebaño estaba inquieto. El padre optó por dispersar a los pastores. La jauría se alegró. Las ovejas fieles se indignaron. Nuestro pastor, fatigado y dolido, no quiso ya de nuevo tomar el cayado.
He consumido lo mejor de mi vida cuidando lo más delicado y difícil de la herencia de mi padre. Él no ha confiado en mí. Me expulsa como al peor mercenario. ¿Qué puedo hacer? Alejarme definitivamente de quien sembró ponzoña en mi alma.
Marchó nuestro hombre con mirada alta. De nada tenía que avergonzarse. Los hermanos se apartaron de él.
El padre se entristecía. Pensaba: "He obrado bien. Mi hijo se aleja. ¿Qué puedo hacer? Antiguos amigos del pastor se acercaban, le escuchaban, le compadecían, sufrían con él. Marcharon al anciano para decirle que volara hacia el pastor. Pero el padre no supo reaccionar. No supo confiar en el pastor que durante tantos años había dado lo mejor de su vida a unos rebaños difíciles de apacentar. ¿Seguirá dormido el anciano sin correr tras su hijo el buen pastor? 9-1-1980
(Escribí este artículo cuando un amigo sacerdote estuvo alejado de su obispo varios años. El obispo siguió impertérrito. El compañero sacerdote volvió al servicio de la diócesis, acuciado por la necesidad. Nunca fue ya aquel sacerdote celoso y sacrificado. Prefirió desde entonces luchar en la oposición clerical progresista y poco productiva).
José María Lorenzo Amelibia
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