Hay un momento en que la ciudad se despierta. Porque las ciudades tienen sueño y se duermen, como los humanos. A veces roncan. A veces sueñan. Algunas, se dice, nunca duermen. Las ciudades se despiertan cuando las luces de neón, aún brillantes, ya no lo son tanto. Se despiertan cuando el rosa da paso al amarillo y luego al azul. El ruido de los coches sigue sin ser tráfico, pero ya no es silencio. Los periódicos siguen oliendo, al igual que los cruasanes, y el café es realmente amargo.
Las ciudades se despiertan cuando los sueños empiezan a mezclarse con los pensamientos, y los miembros se estiran sin dirección. Y cuando en las calles los movimientos son lentos, y en los ojos de la gente aún no hay ni deseo ni anticipación. Entonces no hay ni curiosidad ni prisa en las calles, y se siente en cambio una dulzura suave y natural que podría ser también indiferencia, pero no aburrimiento. Cuando la ciudad despierta, la gente está pensativa porque aún no ha sentido la maravilla de estar en el mundo.