"Es la fe la que te saca adelante" "Jesús niega que un rico pueda pasar por un pasadizo estrecho: está demasiado lleno. De sí mismo"
Jesús aún tenía impresa en sus ojos la mirada oscura y triste de un joven que había corrido hacia él. Aquel joven quería heredar la vida eterna, pero era demasiado rico para renunciar a sus posesiones a cambio de lo más precioso posible. Había amado a aquel joven, comprendiendo su hambre innecesaria, que era su herida interior. Entonces Jesús aparta los ojos y vuelve la mirada, pero de forma pesada, para compartir aquella tristeza, aquel fracaso. Abre la boca sin dejar de mirar y dice a sus discípulos: «¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios para los que poseen riquezas!». Una declaración amarga.
Marcos (10,23-34) nos dice que los discípulos quedaron «perplejos» ante sus palabras. ¡Quién sabe por qué! Ellos no eran ricos y le habían seguido. Pero tal vez había algo que les conmovía. No basta con tener grandes ideales y grandes deseos: hay que tomar decisiones realistas. Quizá les hubiera gustado un Jesús más complaciente con el joven rico.
Y Jesús sigue exclamando: «¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios». No estamos seguros de qué es el «camello» y qué es el «ojo de la aguja». Algunos dicen que es el animal y una puerta estrecha, otros una cuerda gruesa y el ojo de una aguja para hilar. Al final, el significado no cambia: no se pasa. Punto y final. Jesús niega que un rico pueda pasar por un pasadizo estrecho: está demasiado lleno. De sí mismo.
La reacción de los discípulos es una escalada de asombro y Jesús habla exclamando. Los suyos estallan en una pregunta: «¿Y quién puede salvarse?». La mirada de Jesús se detiene. Mira fijamente a los suyos y les mira directamente a la cara. Hay un crescendo, una tensión: la angustia de quedarse fuera de juego, de perderse lo esencial, de no poder «pasar». Parece más angustia que miedo. Y, por supuesto, Jesús no ayuda en absoluto a recuperar la calma.
Y aquí de nuevo el Maestro exclama: «¡Imposible para los hombres, pero no para Dios! Porque todo es posible para Dios». Pocas palabras pero claras: es la fe la que te saca adelante. Ser rico te lleva a confiar en ti mismo. Ya estás lleno. No entras.
Pedro se adelanta: «Lo hemos dejado todo y te hemos seguido». ¿Quieres levantar las manos? ¿Tener la seguridad de la contraseña de acceso? ¿Llamar a Jesús para que vuelva al trato? Tal vez. Jesús confirma su promesa, pero sin triunfalismos ni certezas: no hay nadie que lo haya dejado todo que no reciba la vida eterna, pero aquí abajo tendrá tanto el céntuplo como la persecución. La respuesta del Maestro es compleja: la promesa se cumplirá, pero no sólo en el futuro. La vida multiplicada comienza aquí, pero no será un paseo por el parque.
Todos se ponen de nuevo en camino hacia Jerusalén, un camino cuesta arriba. Caminan penosamente. Jesús caminaba solo delante de ellos. Los suyos iban detrás «consternados y asustados». Nada: los discípulos no salen del túnel, de la angustia de perderse la eternidad. Tienen ante sus ojos al joven rico que se había marchado triste. Jesús se da cuenta: se detiene y vuelve a apartar a sus discípulos. ¿Para tranquilizarlos? No: para revelarles lo que estaba a punto de sucederle. Subiremos ahora a Jerusalén -dice-, y allí seré entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas para que me condenen a muerte, después de haberme escarnecido, llenado de escupitajos y azotado. Y al cabo de tres días resucitaré».
El relato se detiene aquí porque no hay nada más que decir o entender. Probablemente no entendieron nada, sólo la percepción de una sombra. Sólo podían seguir caminando cuesta arriba.
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