Cuando me levanto por la mañana, aún confuso y sin gafas, miro las cosas desde arriba: me paro y las trasciendo. Pero mi trascendencia tiene pequeñas bases: complejas articulaciones de maléolo, astrágalo, calcáneo, escafoides, cuboides, cuneiformes y falanges. No estoy sobre un bloque de granito, ni sobre un pedestal, sino sobre frágiles bases de carne y hueso.
Y a veces incluso piso mis pies: el mío es un acto de obstinación, exaltando la fuerza de la gravedad y apuntando hacia abajo para plantarlos de forma inamovible. Y a veces piso los pies de los demás, y entonces me da pena. Por supuesto, si hago algo con los pies es porque lo hago mal. Cuando, por el contrario, piso con los pies es porque me muevo con suavidad, despacio, al tomar decisiones que no deben tomarse a la ligera en absoluto. Y también puedo avanzar de puntillas, casi insinuando un paso de baile. Pero hay momentos en los que siento que tengo alas en los pies. Y sólo entonces sé que estoy despierto y que puedo empezar el día.