El ángel le dice: "Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo" "Ser colmada de gracia es una promesa que la inquieta"
"Vemos al ángel pararse a la puerta de la habitación de una muchacha con un nombre corriente, entonces común: María"
"En cuanto Gabriel abre la boca, María 'se turbó sobremanera y se preguntó qué sentido tenía semejante saludo'"
"Las palabras angélicas son desorbitadas y señalan a María como la madre del Mesías que su pueblo esperaba"
"Las palabras angélicas son desorbitadas y señalan a María como la madre del Mesías que su pueblo esperaba"
Un ángel levanta el vuelo. Lucas (1,26-38) nos dice que tiene una trayectoria con coordenadas precisas: la ciudad de Nazaret, en Galilea. De repente, un mundo superior se abre a nuestro mundo, unido por puentes angélicos que llevan mensajes a la ciudad, no a lugares desiertos ni a altas cumbres. Pero Nazaret no es Jerusalén: es una pequeña-mediana ciudad de comercio ordinario y encrucijada de caminos.
Vemos al ángel pararse a la puerta de la habitación de una muchacha con un nombre corriente, entonces común: María. Lo único que sabemos de ella es que su padre la había dado en matrimonio a un hombre llamado José, pero los dos no habían empezado aún a vivir en la misma casa, tal vez porque ella era todavía muy joven. Debía de tener 16 o 17 años. El ángel se presenta ante ella. No se le aparece de repente, según nos dice Lucas. En cambio, hace el gesto de "entrar" en su presencia cruzando un umbral. El mensajero divino atraviesa los cielos, pero no se arroga el derecho de actuar como si en esta tierra no hubiera puertas y entradas.
El ángel, sin siquiera saludarla, la invita a alegrarse: "Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo". La escena está rodada a cámara lenta. La presencia celestial no conmociona ni acelera, ni provoca movimientos bruscos: la entrada del ángel no es motivo de agitación, de asombro. En cambio, sí lo es el saludo. En cuanto Gabriel abre la boca, María "se turbó sobremanera y se preguntó qué sentido tenía semejante saludo".
Sin embargo, las palabras angélicas habían sido de pura alegría. ¿Por qué, entonces, se altera la muchacha? Ella intuye que hay un significado que no le queda claro. Ser elegida para María es signo de una responsabilidad cuyo peso aún desconoce. Ser colmada de gracia es una promesa que la inquieta.
El ángel le dice: "No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios". Le repite lo que le había dicho, pero se da cuenta de su inquietud. Inmediatamente le revela el plan: tendrá un hijo y se llamará Jesús, es decir, "Dios salva". Pero, añade, también se llamará "Hijo del Altísimo". Las palabras del ángel van en un crescendo solemne: anuncia que este hijo será grande porque "Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".
Las palabras angélicas son desorbitadas y señalan a María como la madre del Mesías que su pueblo esperaba. "Si quisieras rasgar los cielos y descender", había rezado ella. La conmoción era la intuición de una grandeza no buscada, no deseada. Ni siquiera posible. "¿Cómo será esto, pues no conozco varón?" son las únicas palabras de la muchacha desposada, pero aún no en condiciones de quedar embarazada, de ser madre.
El ángel le responde en los tonos de una visión que abre los cielos en toda su majestad, proyectando una sombra sobre la tierra que cubre a María: tendrá lugar una concepción sin precedentes por el "poder del Altísimo". De esta fecunda visión de la acción divina, el ángel pasa a encuadrar un rostro anciano. Es el de Isabel, prima de María. Le revela que, aunque anciana, ha concebido un hijo, y es el sexto mes de embarazo para ella, que era considerada estéril. María no lo sabía. Concluye: "nada es imposible para Dios".
La muchacha no añade más explicaciones. Se limita a decir: "He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra". El diálogo es esencial, mínimo. El ángel se va -no desaparece de repente- después de haber recogido la voluntad de María de aceptar a Dios tal como es, sin objeciones a su acción.
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