Religión: “Calvario” y Rogier van der Weyden




No puede ser casualidad que en fechas previas a la Pascua se haya presentado en el Museo de “El Prado”, una magnífica exposición sobre la obra de Rogier van der Weyden (1399-1464), pintor oficial de Bruselas, quien también trabajó para los duques de Borgoña.


Su maestría y fama llegó a tales extremos que el cardenal Jouffroy, Obispo de Albi, conocido por su visita a Castilla en mayo de 1469 para arreglar el fallido matrimonio entre Carlos, duque de Guyena, hermano de Luis XI, rey de Francia, e Isabel, la hermanastra de Enrique IV de Castilla (la futura Isabel la católica), afirmó respecto a su obra que, “engalanaron las cortes de todos los reyes”.


De los cuadros que se exponen, tres son del maestro flamenco con absoluta seguridad, ya que se encuentran fielmente documentados: El Descendimiento (1443), Madrid; el Tríptico de Miraflores (1445), Berlín y El Calvario (1457-64), San Lorenzo del Escorial, que nunca antes habían estado juntas, ni siquiera en vida del artista.


Respecto a la última, el imponente Calvario, la misma ha sido recientemente restaurada en su soporte y en su superficie pictórica, devolviendo a la obra su estado original, siendo una de las obras más impresionantes y originales del pintor por la grandeza y expresividad de sus figuras en una composición colosal. Se trata, como hemos dicho, de una de las escasas obras del pintor autentificada documentalmente desde que fue donada por el propio artista a la Cartuja de Scheut en Bruselas, su ubicación original.


De dimensiones enormes (323,5 x 192 cm), compuesta por trece paneles de roble del Báltico que se armaron en sentido horizontal, y con un sublime interior que aparenta, de manera intimista, un pequeño Gólgota doméstico, aparece centrado y grandilocuente la figura de tamaño natural de Cristo crucificado sobre una cruz en forma de tau (T), con un soporte a modo de peana y abrigado con un paño de honor almohadillado rojo con dosel, que probablemente indica su pasión y resalta su figura regia que viene expresada con el acrónimo INRI (Iesvs Nazarenvs Rex Ivdaeorvm).






Este paño de honor tiene cinco secciones verticales y ocho horizontales, por cuanto esa relación 5:8 sugiere, cuanto menos, un interés por la sección áurea y la secuencia de Fibonacci, teniendo cada pliegue una función en el tema representado: El primero atraviesa por el centro las letras INRI; el segundo une los codos de Cristo con su ojo derecho; el tercero apunta a la herida del costado; el cuarto, al paño de pureza; el quinto, tangente con el límite superior de la cabeza de la Virgen, pasa por las rodillas de Cristo y el ojo derecho de Juan. El sexto pliegue une las manos ocultas de la Virgen con la mano izquierda de Juan; el séptimo subraya los pies de Cristo, y pasa por el dedo gordo del izquierdo; por último, el octavo está justo por encima de las rodillas dobladas de la Virgen.


La configuración compositiva sigue la iconografía de las crucifixiones anteriores al siglo XIII, en las que a los lados de la cruz se disponen a la derecha la Virgen y san Juan a la izquierda, lo que viene a representar el deseo de convertirla en una obra devocional, mientras que las que tienen un carácter más narrativo, como por ejemplo El Descendimiento, incluyen grupos de figuras y elementos que contribuyen en la carga emotiva.


Es una simple composición figurativa, querida libremente por su autor pues no se realizó por encargo o comitente alguno, quedando perfectamente explicitada en sí misma, pero también por la falta de algunos elementos inspirados, entre otras, en la literatura mística y apócrifa: Santas mujeres junto a otros discípulos; los soldados repartiéndose las vestiduras; Longinos con la lanza y Estefatón con la esponja empapada de vinagre; los dos ladrones diferenciados por sus fisonomías y actitudes; incluso las representaciones de la Iglesia y la Sinagoga, o una calavera que se identifica con Adán y que relaciona el pecado original y la muerte redentora de Cristo.


La plasticidad de las imágenes, sin dramatismo estéril, confirman el dolor y el sufrimiento agónico, en cumplimiento de la voluntad del Padre, que se manifiesta en la transparencia de las lágrimas y de las gotas de sangre mediante sutiles veladuras sobre las carnaciones de Jesús. Combina un perfecto realismo con la técnica monocroma “grisalla”, que confiere a los drapeados de las figuras de María, su madre y a Juan, su discípulo amado, un porte escultórico.





Por su parte, el Cristo, que rezuma dolor expirado, se muestra acompañado con las citadas presencias de María y Juan en dulce consolación, resaltando en su figura la pureza simbólica en el perizonium o paño de pureza (Evangelio apócrifo de Nicodemo), y en los drapeados blancos de la madre y el discípulo, posible metáfora de los pliegues del corazón herido, así como en el recogimiento orante que acaricia a la víctima propiciatoria llevada al matadero.


Ante la contemplación de tan magna obra, como de tantas otras, sólo podemos unirnos al sugestivo mensaje que Pablo VI dirigió a los artistas en la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965: “este mundo, en el cual vivimos, necesita belleza para no precipitar en la desesperación. La belleza, como la verdad, es lo que infunde alegría en el corazón de los hombres, es el fruto precioso que resiste a la degradación del tiempo, que une a las generaciones y las hace comulgar en la admiración”.


Ello nos lleva también a detenernos ante las paradójicas palabras de Dostoyevski que invitan a la reflexión: “La humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero sin la belleza no podría seguir viviendo, porque no habría nada que hacer en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”.


Por ello, finalmente, y azuzados por Georges Braque sobre que “el arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia tranquiliza”, encontramos que esta obra devocional nos interpela y aturde con su perfecta ejecución y hermosura que en estos días de Pascua no está de más visitar o, cuanto menos, tener presente, porque la belleza del mundo es la belleza de Dios.

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