A propósito de un diálogo entre Joseph Ratzinger y Paolo Flores d'Arcais Jesús Martínez Gordo: "Las explicaciones deísta o teísta son mucho más sólidas racionalmente que la increyente"
"Se ha ido extendiendo una especie de descrédito racional (en nombre del saber científico-empírico) sobre el contenido asociado o referenciado a lo que decimos cuando decimos Dios"
"A lo largo del siglo XX, fue incrementándose de manera notable la fuerza testimonial de los creyentes gracias a la asociación, recuperada tras siglo y medio de olvido, entre Dios y la bondad o la justicia"
"Los 'nuevos creyentes', es decir, personas que, habiendo sido ateas, han descubierto que las explicaciones deísta o teísta son mucho más sólidas racionalmente que la increyente a partir de las mismas pruebas científico-empíricas"
"Los 'nuevos creyentes', es decir, personas que, habiendo sido ateas, han descubierto que las explicaciones deísta o teísta son mucho más sólidas racionalmente que la increyente a partir de las mismas pruebas científico-empíricas"
No hace mucho tiempo tuve la oportunidad de releer el debate que mantuvieron el entonces cardenal y prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, Joseph Ratzinger, pocos meses antes de que fuera elegido papa (Benedicto XVI, 2008-2013), y Paolo Flores d’Arcais (1944), conocido por su crítica contundente del pontificado de Juan Pablo II.
Para el filósofo italiano, a los creyentes y, concretamente, a los católicos actuales, no se les debilitaba ni cuarteaba criticándoles -como había sido común hacía ya unas cuantas décadas- por su ausencia de compromiso, por su falta de entrega generosa o por descuidar la transformación solidaria de este mundo. En lo que tocaba al “apoyo a los marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad”, los creyentes -sostuvo- sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y probablemente carecer de fe hacía “mucho más difícil la capacidad de renunciar al egoísmo, de sacrificarse por los demás”. Eso no quería decir, matizó, que lo hiciera imposible.
Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo, en los momentos más trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso (discreto y paciente) del día a día: “ni qué decir tiene, indicó, que tanto un laico como un ateo puede sacrificar su vida. No obstante, balbució, tengo la impresión de que resulta más fácil…, o sea más fácil…, menos difícil sacrificarla en momentos excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no cree, que para quien cree, o, por lo menos, que para algunos que no creen)”. En síntesis, concluyó este primer punto: “la piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de caridad”.
Sin embargo, pocas páginas antes, sostenía que las llamadas “pruebas de la existencia de Dios” habían sido refutadas gracias a las objeciones planteadas con notable éxito por la tradición atea. En consecuencia, diagnosticaba, los cristianos y los teístas vivían en “una especie de desencanto interiorizado” ya que lo que decían cuando decían Dios era percibido en el fondo como falso o inconsistente. Como también lo eran las religiones.
Sorprendentemente, proseguía, en vez de dedicarse a exponer las supuestas pruebas o evidencias racionales de la existencia de Dios, se limitaban a practicar el “deporte filosófico-teológico de masas de tiro al blanco” “contra la verdad en la acepción empírico-científica del término”. No se percataban de que, al proceder de esta manera, estaban reconociendo que lo suyo era, más bien, “consolar”, “rescatar”, “salvar” y satisfacer las necesidades de consumir sentido. Nada que ver con una explicación racional del cosmos, de la naturaleza, de la vida y de la existencia.
Más aún, muchos de ellos tenían dificultades para darse cuenta de que tampoco los ateos podían vivir sin fe. Sucedía que les bastaba con tenerla en la razón empírico-racional y en la libertad. Esta “fe”, concluyó, nada tiene que ver con un Dios trascendente, manifiestamente inverificable; al contario que el mar, las estrellas o las personas con las que vivimos y convivimos.
A fecha de hoy, considero esta observación de Paolo Flores d’Arcais más digna de ser tenida en cuenta que cuando la leí por primera vez. Cada día que pasa comparto con él que, a lo largo del siglo XX, fue incrementándose de manera notable la fuerza testimonial de los creyentes gracias a la asociación, recuperada tras siglo y medio de olvido, entre Dios y la bondad o la justicia. Eso me parece indudable o, al menos, difícilmente cuestionable.
Pero también lo es que se ha ido extendiendo una especie de descrédito racional (en nombre del saber científico-empírico) sobre el contenido asociado o referenciado a lo que decimos cuando decimos Dios. Y, en consecuencia, se ha incrementado el número de personas -al menos, en una significativa parte de la Europa occidental- para las que la asociación entre la divinidad y la bondad con justicia es percibida como algo admirable e, incluso, seductor, pero, a la vez, rancio y huidizo; incapaz de afrontar como es debido la fuerza veritativa del discurso ocupado en denunciar la falta de consistencia racional y la nula credibilidad de lo que se entiende por Dios.
No queda más remedio que tomar en serio esta cuestión, a no ser que se busque recluir el fundamento y objeto de lo que se dice cuando se dice Dios en el ámbito de lo privado, meramente subjetivo, o en el plácido (y crecientemente insignificante) discurso únicamente escriturístico y exegético o, en el mejor de los casos, en un comportamiento solidario, admirablemente moral e interpelante, pero, como sostiene el filósofo italiano, para nada, racional o coherente con los avances científico-empíricos, con la antropología o la reflexión filosófica de calidad.
Ésta es, por tanto, una tarea ineludible también para quienes nos movemos y sentimos más a gusto en el imaginario de un Dios amor, articulación, a la vez de misericordia y justicia y asociado de manera preferente con los pobres; y que, a diferencia de los llamados “nuevos ateos”, hemos asumido (y comprobamos) la fuerza unificadora, la luz comprensiva y la racionalidad fraterna que arroja el principio teo-cognoscitivo según el cual “quien ama conoce a Dios y está en Dios” (1 Jo. 4, 8).
Creo que ha llegado la hora de dialogar con estas personas que, como Paolo Flores d’Arcais, cuestionan la solidez argumentativa y la verdad de lo que decimos cuando decimos Dios a la luz de las evidencias científico-empíricas; al parecer, el reducto que les queda.
Lo podemos hacer acompañados de los que me atrevo a llamar los “nuevos creyentes”, es decir, personas que, habiendo sido ateas, han descubierto que las explicaciones deísta o teísta son mucho más sólidas racionalmente que la increyente a partir de las mismas pruebas científico-empíricas. Entiendo que quienes nos adentremos por esta senda -tal es la hipótesis de trabajo- no tendremos ninguna dificultad en seguir abrazados a un imaginario de Dios que, racionalmente más sólido que la explicación atea, es, a la vez, articulación de misericordia y justicia.