Conducir a la velocidad adecuada
La iglesia y su frenada constante.
| Alejandro Fernández Barrajón
Estaba arrepentido de haber subido en el coche aquella tarde. Nos dirigíamos a Madrid por la Nacional VI y mi amigo, el conductor, se empeñaba en conducir en tercera, ignorando que su vehículo tenía cuarta y quinta velocidad. Frenaba una y otra vez, sin motivo aparente, ante las más pequeña curva; apenas usaba el acelerador y todos los automóviles nos pasaban a una velocidad vertiginosa, entre algún que otro sonido de claxon de quejas y algunas miradas recriminatorias. El automóvil se calentaba en exceso y se quejaba de que no aprovecharan toda sus posibilidades.
Me sentí condenado al sufrimiento permanente y el tiempo se convirtió en una cadena perpetua. El conductor se quejaba de la velocidad que llevaban los otros coches que nos adelantaban y se justificaba diciendo que él no superaba nunca los límites de velocidad señalados, no como otros que iban como locos por la carretera. Hubiera dado una fortuna por apearme y quedarme allí, en el arcén, hasta que encontrara la posibilidad de viajar más tranquilo.
Efectivamente, mi amigo no pasó nunca el límite de velocidad señalado por la ley, pero tampoco contemplaba ese máximo de velocidad prudencial que un vehículo debe mantener para no ser un peligro añadido para otros. Es tan peligroso pasar de la velocidad marcada como quedarse muy escaso. Y pensé que en el medio está la virtud y que, más tarde o más temprano, aquel amigo tendría serios problemas en la carretera, si no por su excesiva prudencia por las excesivas prisas que otros suelen llevar por la vida. Y, así fue con el paso de algunos meses. Un coche le golpeó por detrás cuando frenó de manera brusca antes de situarse ante un lugar de peaje.
Eso sí, hice votos -ya tengo cinco- de no volver a subir nunca más con mi amigo conductor, el prudente en exceso.
A mí me gusta usar el acelerador más que el freno y solo me siento tentado a frenar cuando contemplo una maravillosa puesta de sol. Nunca me han multado por exceso de velocidad sino por mal aparcamiento.
La vida es dinamismo permanente. Todo fluye, todo cambia. Todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos, vive acosado por un cambio permanente que nos impide echar raíces. Hasta nuestro organismo se hace otro cada cierto tiempo con un profundo cambio de renovación celular. Avanzamos a pesar de nosotros mismos y nuestras elecciones torpes. El peligro está en estancarse, en quedarse cruzados de brazos y no preguntarnos qué es lo que nos pasa ante esta situación de deserción y bancos vacíos en nuestra iglesia. Caminamos en tercera y nos adelanta todo el mundo. En veinte o veinticinco años la fe cristiana estará a punto de desaparecer y solo la fe musulmana tiene perspectivas de mantenerse.
Lo más grave es que apenas nos cuestionamos qué está pasando o qué podemos hacer para aplicar un torniquete a esta sangría permanente de jóvenes y adultos que abandonan la iglesia. El último sínodo acerca de los jóvenes y la fe ha dado pistas muy valiosas para que nos cuestionemos pero muy pocos lo hacen. Hay un clericalismo creciente a pesar de las denuncias del papa Francisco, la mujer sigue marginada en su misión eclesial, no estamos en actitud de salida hacia todos sin distinciones y seguimos juzgando y etiquetando a aquellos que no comparten nuestras ideas ni nuestro estilo de vida. Hay declaraciones de algunos obispos, que algún día trataremos, que son una invitación a no volver a la iglesia nunca más. "No soy bienvenido" dicen algunos de los jóvenes considerados pecadores por la iglesia institucional.
Quiero publicar un nuevo libro, que estoy trabajando mucho, sobre esta triste realidad de una iglesia de bancos vacíos y sin apenas jóvenes. "La gran deserción"
En fin, que estamos en un momento de ojos cerrados ante la realidad que nos va a pasar una factura muy seria de frialdad y lejanía de la iglesia de muchos contemporáneos nuestros. Menos mal que hay algunos profetas modernos, escondidos por miedo a la oficialidad, que son capaces de mantener una mano tendida a los que viven en las fronteras y penumbras. Allí donde la iglesia debería estar presente, sobre todo. Por ejemplo, os invito a ver una página en Facebook que se llama Zaqueo Menor. Echadle un vistazo y entenderéis por donde voy. El autor, que es un sacerdote, tiene que esconder su identidad en estos tiempos de la libertades. Algo falla en la iglesia si un sacerdote, joven y bien formado, tiene que llevar adelante su pastoral de salida, escondido en un pseudónimo y sin poner su rostro donde todos los ponen. Algo está fallando.