El nido de la Cigüeña Metáfora de la Vida Consagrada

¿Merece la pena ser cigüeña?


“Somos como aves migratorias...” (Ernesto cardenal)

¡Ay! -Se lamentaba la cigüeña desde lo alto de la espadaña de la iglesia- Cada día es más difícil ser Cigüeña.
Y una mirada de nostalgia la devolvió a tiempos pasados donde ser cigüeña era todo un privilegio inalcanzable para la mayoría de la aves migratorias.
Abundaban charcas apetecibles donde bullían las culebras y los sapos. Estaba asegurado nuestro sustento y nuestro futuro. Ahora las charcas se han desecado, los animales apetecibles escasean y la contaminación avanza tocando con sus dedos sucios las pupilas transparentes del agua.
Eran numerosas las torres de las iglesias, enhiestas y elegantes, lejos del alcance de los desaprensivos. ¡Qué seguridad teníamos entonces, nosotros y nuestros cigoñinos! Ahora las espadañas se han derrumbado y los postes eléctricos se convierten para nosotras en una amenaza permanente. ¡Cuántos de nuestros congéneres se han visto sorprendidos por una descarga hasta quedar reducidos a cenizas!
¡Éramos tantas! Daba envidia contemplar nuestro vuelo, todas uniformadas, cruzando el cielo ante la admiración de todas las aves. Ahora los pesticidas, los cables de alta tensión, los cazadores furtivos, nos han convertido en un blanco fácil y en una presa segura. ¡Nos extinguimos!
Nuestras crías disfrutaban en lo alto de la torre, seguras de su alimento. Hoy nos vemos obligadas a merodear por los basureros, a la caza de cualquier desperdicio humano, olvidado entre el hedor de los suburbios de la marginación. ¡Ah! ¡Qué injusta ha sido la vida con nosotras!
En estos pensamientos andaba cuando un viento fuerte, arreció contra ella y sus plumas se vieron envueltas en un incontrolable vaivén. ¡Vaya! -Se dijo- Va siendo hora de emigrar a tierras más apacibles. Este viento es agresivo e inmisericorde. Y decidió ponerse en camino hacia el sur.
Quiso levantar el vuelo pero le faltaban fuerzas. No tenía reservas suficientes en su piel y sus plumas estaban manchadas por la suciedad del estercolero. Es el fin, -pensó por un instante- No seré capaz de soportar el frío del cierzo y el azote del vendaval en lo alto de la espadaña. Y miró resignada al cielo dispuesta a soportar el destino implacable que parecía cernirse sobre ella.
El inmenso nido, otro tiempo ocupado por dos o tres cigoñinos, se veía vacío y triste. ¡Si al menos –pensaba la cigüeña- hubiera podido criar un cigoñino para sentir su compañía y su calor, en medio del invierno, todo sería más llevadero! Pero aquel año la crueldad de los insecticidas había envenenado al único cigoñino después de haber levantado su primer vuelo. Éste fue el golpe más duro. Y hasta llegó a pensar que ya no merecía la pena ser cigüeña en aquellas circunstancias.
Se acurrucó en la inmensidad de su nido, su viejo nido, en la espadaña de la vieja iglesia, esperando que el destino tomara la última decisión.
De repente una sombra amenazante cubrió, como un zarpazo, el nido de la espadaña. ¡Fuera de aquí, estúpido! ¿Crees que soy un puñado de carroña? El águila, alertada por la debilidad de la cigüeña, se acercó amenazante por si podía sacar alguna tajada de la situación. Siempre estaba al acecho.
La cigüeña, se levantó enhiesta, infló su pecho y comenzó un ruidoso crotoreo, como en los mejores tiempos, y consiguió alejar al águila señorial y amenazante. Un sentimiento de orgullo la invadió por entero. ¡Aún no estoy muerta! –pensó- Me queda mucha dignidad y orgullo para seguir luchando por mí y por mi futuro. ¡Vete de aquí pajarraco de mal agüero!
Un rayo de luz, apareció entonces, entre los oscuros nubarrones que presagiaban el invierno, y su calor, aunque débil, consiguió acariciar el plumaje de la cigüeña y hasta calentar suavemente sus miembros ateridos. Sintió que el corazón le latía más aprisa y que un nuevo vigor inundaba su corazón.
Soy vieja –pensó- estoy sola y cansada, me acecha el frío del invierno, pero nadie podrá arrebatarme mis mejores recuerdos, mis experiencias vividas ni mi ilusión escondida. Soy una cigüeña y seguiré siéndolo hasta el último instante de mi vida. Y levantando el vuelo se puso en camino con la mirada puesta en el sur y sin perder de vista el sol que era su orientación y su energía más necesaria.
Al cruzar la vieja loma que protegía el pueblo, descubrió emocionada que otras cigüeñas, en bandada, volaban también hacia el sur aprovechando la inmensa misericordia del sol venido de lo alto. Y apurando sus últimas fuerzas se colocó al final de la bandada y sintió que su cansancio se aliviaba.
La corriente de aire del vuelo de sus compañeras facilitaba su vuelo y le ahorraba esfuerzos innecesarios. ¡Es hermoso –se dijo- saberse acompañada en el vuelo! Y notó que el cansancio de todas se hacía menor con la unidad de todas. Quedarse sola, en lo alto de la espadaña, hubiera sido su condena.
En la superficie se veían las iglesias, abandonadas por las cigüeñas, solas y tristes. Y pensó que sólo por ser belleza de las iglesias merecía la pena volver de nuevo el próximo año.
Había que cambiar de estrategia –eso parecía claro- porque no podía vivir eternamente añorando tiempos pasados, que ya no volverían, ni soñando con grandes bandadas que ya no existían. Cada día tiene su afán.
Su presencia en lo alto de la torre era suficiente para llenar de colorido y de fiesta el viejo pueblo y recordar a las gentes que llegaba San Blas, y con él, un tiempo nuevo de anunciada primavera que volvía a imponerse a la crueldad del invierno.
Al fin y al cabo ella no era un ave sagrada, ni estaba por encima de la realidad de cualquier ave, ni siquiera estaba convocada a tener privilegios especiales por su condición de cigüeña. Pero, eso sí, tenía derecho a su nido. Ese nido que año tras año había ocupado y que había heredado de sus antepasados. Un nido que había construido con su esfuerzo y en el que había criado sus cigoñinos.
En los últimos tiempos habían querido quitar su nido de la torre de la vieja iglesia porque pesaba demasiado y rompía la esbeltez de la espadaña. Pero ella no estaba dispuesta a ceder ni un solo palmo. Las torres de las iglesias necesitan su nido para ser ellas mismas y cada nido necesita sus cigüeñas. Y decidió que si, en su ausencia, quitaban el nido de la vieja espadaña, ella volvería de nuevo por San Blas y comenzaría de nuevo, rama a rama, a confeccionar su nido otra vez.
El sol del sur calentaba con más fuerza sus miembros y la cigüeña sentía que sus músculos cansados por el largo viaje se llenaban de vigor. No hay invierno que no sea por fin vencido, pensó. No hay crisis que no encuentre su ocaso. Tal vez sea necesario volar más hacia el sur donde no hay grandes torres de iglesia pero sí hay hermosas charcas y viejos árboles capaces de acoger a las cigüeñas y agradecerles su presencia.
Parece claro que las cigüeñas necesitan del sol para vivir y, si les falta, se mueren ateridas por el frío del invierno. Sin perder la vista del sol merece la pena ser cigüeña. Cigüeñas libres, como el viento, dispuestas a marchar hacia cualquier lugar, porque siempre habrá una torre más o menos noble dispuesta a acoger un nido para sus cigoñinos.

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