treinta y cinco años de sacerdocio Sacerdote aquí y ahora.
Gracias y perdón por este tiempo de gracia
En este mes, el día 14, fiesta de la exaltación de la santa Cruz, hace 35 años, fui ordenado sacerdote. Una fecha para recordar y para agradecer. Nunca he sido hombre de mirar al pasado y, si miro, nunca ha sido para quedarme sino para agradecer la presencia y la mano providente de Dios en mi vida.
Mirar hacia atrás supone pagar un peaje al que no estoy dispuesto. Quiero vivir el presente con todas mis fuerzas porque solo existe este momento y lo demás son quimeras y fosfenos de colores que caducan con solo pensarlos.
Hay dos palabras que llenan todo el paisaje de mi sacerdocio a lo largo de estos 35 años: Gracias y perdón.
Gracias, porque no he sido yo sino que ha sido Dios quien ha habitado en mí. No entiendo cómo Dios ha podido llenar mi vida de tantos nombres que son ya parte de mí y sin los cuales ya no soy yo. No me explico que siendo tan arcilloso, Dios me haya mantenido a su lado, sobre todo cuando la vida se me iba de las manos. He sido bendecido con unos padres extraordinarios, no perfectos, y eso forma parte de mi ADN más valioso. No comprendo tampoco cómo Dios me ha ayudado a ser un pastor según su corazón en momentos de confusión y desvarío. Porque eso sí es verdad, nunca he sido un sacerdote clerical y autoritario. No es mi estilo. No me agrada. No me sienta bien y no valgo para ello. He sabido querer a la gente que ha caminado conmigo y me he sentido querido por ellas. Aún después de muchos años me sigue llegando el afecto y la cercanía de muchos. No es un mérito porque no he hecho ningún esfuerzo para ello. Tampoco he logrado entender lo que Dios tenía preparado para el hijo y nieto de un humilde pastor, como soy yo. Él me sacó de los oteros manchegos donde andaba con mis cabras y me confió misiones complejas y desafiantes en la iglesia que han sido mi infierno y mi gloria. Exactamente igual que le sucedió a muchos profetas. Así lo vivo y así lo celebro.
Tener amigos en medio mundo no estaba en los planes de un pastor de pueblo que se empeñó en ir al seminario de la Merced, con solo 10 años, hasta que lo consiguió. Nadie me empujó, nadie me animó. Fue mi empeño y mi firme decisión la que obligó a mi padre a llevarme al seminario cuando apenas tenía diez años. Dios andaba en mis adentros de una manera muy infantil, pero allí estaba. Y cuando Dios se empeña…
La Merced y los mercedarios acabaron por moldearme y darme lo que más necesitaba un niño ilusionado con las cosas de Dios: formación, cariño y ejemplo de coherencia entre muchas incoherencias. A ellos les debo todo lo que soy.
En La Merced aprendí a crecer, a vivir y a pensar en libertad, porque la libertad es el carisma de mi Orden y allí lo he mamado un día sí y otro también. He tenido formadores de lujo a los que siempre estaré agradecido: Antonio Vázquez, Xabier Pikaza, Ricardo Sanlés, Jaime Vázquez... Unos en este camino, otros, en otros pero todos son amigos queridos. Allí he vivido también y he padecido la debilidad humana disfrazada de envidia y de zancadillas, Me ha tocado sufrir y me ha obligado a madurar muy deprisa. Esta aventura de ser hombres necesariamente tiene que atravesar desiertos de precariedad y pecado. Y, si no, no sería posible que destacara la santidad. Y he visto y he vivido también con santos de carne y hueso.
Perdón: Es la otra palabra que forma parte del paisaje de mi experiencia de sacerdote y consagrado en estos 35 años. En los paisajes más hermosos, diría sublimes, de la primavera manchega no faltan las ulagas espinosas. Y le dan una gracia y una belleza especial a los campos de jaras florecidas con sus blancas y generosa flores hasta hacer que todo el monte parezca nevado en plena primavera. Jaras y ulagas se dan la mano para llenar de belleza el paisaje manchego. Y así ha sido mi vida. Gracia y debilidad se han dado la mano permanentemente hasta no poder distinguir lo que era de Dios y lo que era mío, lo que era jara y lo que era ulaga. En estos días estoy pensando y escribiendo especialmente sobre la imperfección.
Llevo como una carga en mis espaldas la seguridad de que podría haber hecho mucho más bien del que he hecho y amar mucho más de lo que he amado. Siempre quise ser jara pero no he dejado de ser ulaga en muchas ocasiones. He querido amar mucho a la iglesia como me enseñaron mis formadores, pero he sentido, no pocas veces, la decepción de una madre que actúa como madrastra y me ha hecho reaccionar con fuerza. Nunca para destruir, siempre para purificar. Tal vez por eso, en mis más de 25 libros publicados hay siempre una referencia crítica con la iglesia que más me duele, la que me decepciona. Una iglesia por la que siempre pido perdón. Perdón por si he juzgado a alguien en mi caminar que no pensaba como yo ¿Quién soy yo para juzgar a nadie? No faltan, a su vez, en mis libros, alabanzas a la iglesia que nos lava la cara todos los días por su entrega y su generosidad que raya el martirio.
Gracias y perdón son las palabras que entretejen mi vida sacerdotal de estos 35 años tan ricos en experiencias tan diversas.
En los últimos tiempos, Dios ha trastocado todos mis planes, como siempre sucede, y me ha devuelto a mi casa familiar a cuidar a mi padre enfermo de Althzeimer hasta que ha muerto a mi lado. Creo que no he hecho en mi vida nada más valioso. Es de lo que más orgulloso me siento: De haber cuidado a mi padre enfermo. Y ahora, acompaño, cuido y me dejo cuidar por mi madre que a sus 85 años, viuda y sola, me necesita como nunca y, además, me da un ejemplo admirable de entrega y oración.
Mis superiores han sido muy comprensibles con mi situación y siempre me han apoyado en mis decisiones. Algo que también es de agradecer. Y así vivo feliz y sereno mi presente, sin mirar nunca al futuro porque aun no ha llegado.
Gracias, perdón y punto y seguido en las manos de Dios.
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