Las miradas de la vida consagrada
Que hay muchas formas de mirar en la vida no presenta ninguna duda.
Hay miradas interesadas, egoístas, utilitarias, evasivas, lejanas y distantes, compasivas, frías y violentas, tiernas y provocadoras, miradas lacerantes, sucias y transparentes, muchas miradas como ventanas abiertas o cerradas a la vida.
“El que mira con todos los ojos, -decía Valle Inclán- es capaz de amar con todos los corazones”
A mí me preocupa mucho saber cómo es la mirada de la vida consagrada en el presente que nos toca compartir. Y la mirada de la vida consagrada, como la de la sociedad y la de la iglesia, es muy plural.
Se atisba en los ojos de la vida consagrada una mirada un tanto cansada, como si se hubiera pasado toda la noche en vela, y en realidad es que ha estado en vela atendiendo a unos y a otras con total dedicación. Tal vez esa mirada cansada se deba a su edad. Se ve la vida consagrada bastante madura, por no decir bastante abuelita. Y con los años la mirada pierde frescura y espontaneidad.
Dicen algunos que la mirada de la vida consagrada tiene cataratas y que necesita urgentemente una intervención para recuperar esa mirada detallista y cercana. Y es muy posible que sea verdad.
Lo cierto es que la mirada de la vida consagrada ha de ser como la mirada de Jesús, a quien ama y a quien sigue con pasión desde siempre. Y la mirada de Jesús está llena, abarrotada, desbordante de compasión. Sí, la mirada de Jesús es, sobre todo, compasiva. Es una mirada llena de nombres y de sufrimientos y allí se queda prendada y prendida hasta dar la vida. A Jesús se le va la vida a chorro por la mirada.
Lo peor que le puede pasar a la vida consagrada es que tenga una mirada corta, con presbicia, y no vea de cerca. Como le sucedió a los de Emaús, que vieron a Jesús por el camino y no le reconocieron. Tenían los ojos retenidos. La vida consagrada está llamada a ver al Señor, en la fracción del pan, en la fraternidad, en la vida y en los sufrimientos de los más débiles. Está llamada a decir en voz alta. “Hemos visto al Señor”.
María supo mirar con compasión a su prima Isabel y partió hacia allá, cruzando la montaña de Ain karin. Miró con compasión a los novios de Caná cuando vio que no tenían vino para la fiesta. Miró con inmensa compasión a su pueblo y a su historia llena de dolor para convertirse en profeta privilegiada en nombre de Dios: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Miró con compasión extrema a su Hijo en la Cruz y a Juan, símbolo de la Iglesia que la amaba y la acogía para siempre. María miró compasivamente a la primera comunidad cristiana, a la Iglesia y en ello dejó su mirada llena de misericordia para siempre.
Por eso podemos decir con convicción que estamos llamados a la compasión. El mundo se salvará a fuerza de compasión.
En estos momentos de penumbra de nuestra historia, cuando los valores cristianos parecen languidecer y se opaca el ansia de transcendencia en los hombres y mujeres de hoy, la Iglesia ha de hacerse compasión tierna y mirada de madre dolorosa de pie junto a la cruz.
Nos urge la compasión porque nos hemos desapasionado. Nos urge el amor primero porque nos hemos acostumbrado a la monotonía del amor. Nos urge la esperanza porque no tenemos sólidos horizontes que nos convoquen a la aventura apasionante de la fe. Nos urge la entrega porque la insolidaridad alarga sus brazos para apretar la garganta de dos terceras partes de la humanidad.
En la vida consagrada de hoy se escucha con mucha intensidad aquel sentimiento de Jesús: “Se compadeció de ellos porque andaban como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6, 34) Como dice el profeta Miqueas: “Él se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh.” (Mi 5,3)
Así estamos hoy, desangelados, sin pastores ni líderes positivos que nos convoquen y nos animen, sin el estímulo de grandes ideales que nos lancen a la santidad madura y encarnada, con la jaculatoria de la desesperanza atada a la lengua.
Y la vida consagrada, en este contexto de inquietud y tensión manifiesta que colorea nuestro mundo, está llamada a ser esperanza fundada en la compasión. Samaritana que sabe mirar al lado del camino y no se inquieta como el levita y el sacerdote por llegar pronto al templo. Oído que sabe escuchar y voz que sabe anunciar y denunciar.
Estamos asentados en la experiencia de Dios. Todos los consagrados hemos percibido la brisa suave del profeta Elías. Estamos convocados a una aventura muy atrevida de fraternidad, convencidos de que la voluntad de Dios está compartida y repartida, y queremos ser testigos de este Dios misericordioso a fuerza de compasión y miradas de ternura.
Hay miradas interesadas, egoístas, utilitarias, evasivas, lejanas y distantes, compasivas, frías y violentas, tiernas y provocadoras, miradas lacerantes, sucias y transparentes, muchas miradas como ventanas abiertas o cerradas a la vida.
“El que mira con todos los ojos, -decía Valle Inclán- es capaz de amar con todos los corazones”
A mí me preocupa mucho saber cómo es la mirada de la vida consagrada en el presente que nos toca compartir. Y la mirada de la vida consagrada, como la de la sociedad y la de la iglesia, es muy plural.
Se atisba en los ojos de la vida consagrada una mirada un tanto cansada, como si se hubiera pasado toda la noche en vela, y en realidad es que ha estado en vela atendiendo a unos y a otras con total dedicación. Tal vez esa mirada cansada se deba a su edad. Se ve la vida consagrada bastante madura, por no decir bastante abuelita. Y con los años la mirada pierde frescura y espontaneidad.
Dicen algunos que la mirada de la vida consagrada tiene cataratas y que necesita urgentemente una intervención para recuperar esa mirada detallista y cercana. Y es muy posible que sea verdad.
Lo cierto es que la mirada de la vida consagrada ha de ser como la mirada de Jesús, a quien ama y a quien sigue con pasión desde siempre. Y la mirada de Jesús está llena, abarrotada, desbordante de compasión. Sí, la mirada de Jesús es, sobre todo, compasiva. Es una mirada llena de nombres y de sufrimientos y allí se queda prendada y prendida hasta dar la vida. A Jesús se le va la vida a chorro por la mirada.
Lo peor que le puede pasar a la vida consagrada es que tenga una mirada corta, con presbicia, y no vea de cerca. Como le sucedió a los de Emaús, que vieron a Jesús por el camino y no le reconocieron. Tenían los ojos retenidos. La vida consagrada está llamada a ver al Señor, en la fracción del pan, en la fraternidad, en la vida y en los sufrimientos de los más débiles. Está llamada a decir en voz alta. “Hemos visto al Señor”.
María supo mirar con compasión a su prima Isabel y partió hacia allá, cruzando la montaña de Ain karin. Miró con compasión a los novios de Caná cuando vio que no tenían vino para la fiesta. Miró con inmensa compasión a su pueblo y a su historia llena de dolor para convertirse en profeta privilegiada en nombre de Dios: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Miró con compasión extrema a su Hijo en la Cruz y a Juan, símbolo de la Iglesia que la amaba y la acogía para siempre. María miró compasivamente a la primera comunidad cristiana, a la Iglesia y en ello dejó su mirada llena de misericordia para siempre.
Por eso podemos decir con convicción que estamos llamados a la compasión. El mundo se salvará a fuerza de compasión.
En estos momentos de penumbra de nuestra historia, cuando los valores cristianos parecen languidecer y se opaca el ansia de transcendencia en los hombres y mujeres de hoy, la Iglesia ha de hacerse compasión tierna y mirada de madre dolorosa de pie junto a la cruz.
Nos urge la compasión porque nos hemos desapasionado. Nos urge el amor primero porque nos hemos acostumbrado a la monotonía del amor. Nos urge la esperanza porque no tenemos sólidos horizontes que nos convoquen a la aventura apasionante de la fe. Nos urge la entrega porque la insolidaridad alarga sus brazos para apretar la garganta de dos terceras partes de la humanidad.
En la vida consagrada de hoy se escucha con mucha intensidad aquel sentimiento de Jesús: “Se compadeció de ellos porque andaban como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6, 34) Como dice el profeta Miqueas: “Él se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh.” (Mi 5,3)
Así estamos hoy, desangelados, sin pastores ni líderes positivos que nos convoquen y nos animen, sin el estímulo de grandes ideales que nos lancen a la santidad madura y encarnada, con la jaculatoria de la desesperanza atada a la lengua.
Y la vida consagrada, en este contexto de inquietud y tensión manifiesta que colorea nuestro mundo, está llamada a ser esperanza fundada en la compasión. Samaritana que sabe mirar al lado del camino y no se inquieta como el levita y el sacerdote por llegar pronto al templo. Oído que sabe escuchar y voz que sabe anunciar y denunciar.
Estamos asentados en la experiencia de Dios. Todos los consagrados hemos percibido la brisa suave del profeta Elías. Estamos convocados a una aventura muy atrevida de fraternidad, convencidos de que la voluntad de Dios está compartida y repartida, y queremos ser testigos de este Dios misericordioso a fuerza de compasión y miradas de ternura.