De la parábola del Hijo Pródigo al anuncio del Tiempo de Gracia Dios es un Padre que espera con misericordia: acerca de las indulgencias
"Es verdad que, en una época no tan lejana, de la cual recibimos influencia aún hoy, las indulgencias se ganaban. Esto daba la impresión de que la gracia era ofrecida como acto de justicia a determinadas obras que alcanzaban por mérito un premio personal o tomado en favor de otros que “purgaban” sus culpas para poder ingresar a la gloria definitiva"
"La idea tardía y empobrecedora del purgatorio, medido en la forma de nuestro tiempo, así como la casuística moral donde la pena se leyó en una mera clave judicial y retributiva, han fortalecido el giro de la convicción de la indulgencia como desborde de la misericordia y ocasión de conversión a la comprensión de algo que se obtiene por la imputación exterior de determinadas obras, que conceden un mérito medible, cuantificable"
| José Carlos Caamaño, Profesor Ordinario Titular Facultad de Teología-Pontificia Universidad Católica Argentina
A las puertas de comenzar un Año Santo, uno de los temas de relevancia para vivir este tiempo es la profunda, aunque a veces vaciada de su contenido más originario, cuestión de las indulgencias.
Inmediatamente, con esta palabra, se puede venir a la cabeza la idea de trueque, de comercio, hasta de simonía. Sin embargo, estos horizontes de comprensión –que tienen un origen histórico- se encuentran en el sentido opuesto de lo que la expresión “indulgencia” quiere manifestar. Es verdad que, en una época no tan lejana, de la cual recibimos influencia aún hoy, las indulgencias se ganaban. Esto daba la impresión de que la gracia era ofrecida como acto de justicia a determinadas obras que alcanzaban por mérito un premio personal o tomado en favor de otros que “purgaban” sus culpas para poder ingresar a la gloria definitiva. Esta visión mecánica y retributiva no ha ayudado a reconocer el valor más hondo que encontramos en reconocer a Dios, como un Padre indulgente, dispuesto a salvarnos a fin de que alcancemos la bienaventuranza para la que fuimos creados.
Dos textos Bíblicos pueden motivarnos a recorrer una comprensión adecuada de la indulgencia. El singular (indulgencia) debe preceder al plural (indulgencias) ya que nos permitirá poner el centro de atención en una acción que viene de Dios, generosa, que se anticipa a nuestra conversión y la posibilita.
Los textos a que aludiré son muy conocidos y releerlos, antes de acceder a estas brevísimas conclusiones que propongo, puede ayudarnos a orientarnos mejor en la reflexión. En la parábola del Hijo pródigo (Lc 15, 11- 32) encontramos un legítimo reclamo de justicia por parte del hijo mayor. Su hermano ha despilfarrado la fortuna de su padre y ha vuelto cuando ha sentido hambre y soledad. Frente a aquello, de parte del padre, lo que encontramos es espera, perdón y fiesta. La clave está en que el hijo ha vuelto. En una perspectiva retributiva el padre podría haber exigido al hijo remediar lo despilfarrado u ofrecido un trato menos generoso. Sin embargo, el padre de la parábola es el Padre. La medida de su espera y su perdón no encuentra otra compensación que la conversión. El hijo ha vuelto, ha reconocido que ha pecado contra Dios y su padre, está de nuevo en casa y esa es la paga.
El otro texto, fundamental para nuestro tema es el de Lc. 14, 14-22: Cristo realiza el tiempo de una misericordia sorprendente. Jesús ha leído en Nazareth el texto de Isaías donde el profeta anuncia un tiempo de gracia en donde aquellos que poco o nada tienen para dar son objeto de la compasión infinita de Dios. El “año de gracia” del que habla el texto es un fundamento decisivo para comprender el Año Santo. El tiempo de gracia exige, de nuestra parte, comportamientos que traten de reproducir, en nuestra pobreza, los gestos de Dios. Uno de los principales, en el antiguo Israel, era la condonación de deudas, pero también el perdón sincero y ayudar a levantar todo tipo de caídas. Un Año Santo es un año en el que celebramos la misericordia divina que no merecemos. A la vez somos invitados a tener esa actitud con quienes no merecerían comprensión de nuestra parte. Lo segundo sólo es posible desde una firme convicción de que acontece lo primero de que “Dios nos amó primero” (IJn 4, 19).
Algunos aspectos han dificultado reconocer como don y gratuidad divina la indulgencia. Dejo un ramillete de propuestas que pueden servir para nuestra consideración.
Merece importancia recordar que la idea tardía y empobrecedora del purgatorio, medido en la forma de nuestro tiempo, así como la casuística moral donde la pena se leyó en una mera clave judicial y retributiva, han fortalecido el giro de la convicción de la indulgencia como desborde de la misericordia y ocasión de conversión a la comprensión de algo que se obtiene por la imputación exterior de determinadas obras, que conceden un mérito medible, cuantificable. Un mérito que nos permite “ganar”, obtener como acto de justicia lo que corresponde a determinada ofrenda.
Este tema posee una sensible importancia ya que entendemos a las indulgencias no sólo como una forma de ponernos ante la misericordia de Dios, sino también como un modo de unirnos al estado de aquellos que ya han partido de esta vida. La oración por los difuntos es un pedido de indulgencia, sin embargo ¿esto es pedir que se aligere su sufrimiento purgante o que se resten días a su estadía en el lugar de la penitencia como si fuera la solicitud a un juez que atiende en cuestiones penales?
Es necesario reflexionar algunos puntos para salir del laberinto que nos ubica en quedarnos adheridos a una posición retributiva del amor o, como reacción a esa postura, negar la indulgencia por la esclavitud semántica del término a épocas odiosas para su comprensión.
En primer lugar, es necesario superar una visión deformada de la gracia en la que la comprendemos como algo que obtenemos. Esta perspectiva ha surgido de una mala interpretación de la teología de Tomás de Aquino sobre la gracia en cuanto creada. En efecto, la teología latina ha insistido acerca del efecto creado de la gracia. Esto debería comprenderse en la línea de que por ella somos recreados, y no como una realidad que se nos debe para poder alcanzar nuestra plena condición. Es profundamente interior a nosotros, pero no nos pertenece. La gracia, en Tomás es teocéntrica y nos abre a la alteridad del don de su amor. Su deformación ha sido concebirla como algo que resulta de determinadas técnicas o formas de conquista de ese amor. Es don versus manipulación. Nuestra condición es relacional, abierta, disponible. Esto significa que alcanzamos la plenitud por algo que no podemos exigir ni se nos debe en justicia.
En segundo lugar, sería rico reconsiderar nuestra comprensión de lo que hemos llamado purgatorio. Su descripción casi como sala de torturas para pagar las penas y así poder entrar al cielo ha llevado a su rechazo. Sin embargo, si releemos la teología de los padres orientales, sobre todo Gregorio de Nysa, sobre la epéctasis (toda nuestra vida es camino hacia la plenitud) o algunas enseñanzas de la escatología de Orígenes, podremos reconocer que luego de la muerte la plenitud es un peregrinaje, una gradualidad, un siempre colmarse de modo nuevo, sin volver atrás. El modo de este peregrinaje -que será también, para quien lo necesite, de purificación- dependerá de las cargas que cuelguen de nuestro corazón. Unirnos a quienes han muerto, rezando por los difuntos es, de algún modo, caminar con ellos. En esto, la ganancia es sobre todo para nosotros que aligeramos nuestra marcha terrenal compartiendo el camino de quienes llevan una alforja llena que siempre se podrá llenar aún más. Es la forma más profunda de vivir la comunión de los santos. Un misterio en donde se revela que “la muerte ha sido vencida”, como cantamos en el pregón pascual.
En tercer lugar, debemos reconocer que determinadas teologías de la omnipotencia divina han exigido que, para que se realizara la gloria de Dios, debíamos pagar. Sin embargo, el precio más alto fue pagado por Él en la cruz. El argumento de San Anselmo en el Cur Deus Homo es de una belleza excepcional: debemos pagar y no podemos, sólo Dios puede entonces se encarna. Esto significa que quien ha sido ofendido paga el “plus” que en el amor traicionado debe ser puesto, pero no puede serlo, por el que ha traicionado. En el amor traicionado hay perdón pues la víctima se entrega doblemente: primero en la traición y luego suspendiendo la venganza, que lo único que haría es terminar de destruir el vínculo. Sólo es posible trocando la venganza por amor.
En cuarto lugar, el giro de la autocomprensión de la Iglesia hacia una perspectiva predominantemente jurídica (siglo XII) la ha llevado a autopercibirse como la que perdona. Sin embargo, “en ella se manifiesta, de modo visible, lo que Dios está llevando a cabo en el mundo entero”, nos recuerda el hermoso número 227 del Documento de Puebla. Su fuerza ministerial es dar la oportunidad de ponernos ante Dios, en los sacramentos, la predicación, el Año Santo. Ella nos invita a ponernos en el camino del hijo menor y nos fortalece con su ministerio para que no desfallezcamos en esa peregrinación.
Un Año Santo nos pone a caminar junto al menor de los hijos, invitados a llegar a casa para descubrir que nuestro Padre, cuando aún estemos lejos, nos verá que estamos regresando, saldrá a nuestro encuentro y nos abrazará (Cf. Lc. 14, 20).
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