Un santo para cada día: 17 de septiembre San Roberto Belarmino (Un apologista que se vio involucrado en la diplomacia vaticana)
Varón piadoso, discreto y humilde, pero a la vez eminente teólogo, amante de la Iglesia y acérrimo defensor de la fe católica frente a los herejes
| Francisca Abad Martín
Varón piadoso, discreto y humilde, pero a la vez eminente teólogo, amante de la Iglesia y acérrimo defensor de la fe católica frente a los herejes.
Nació el 4 de octubre de 1542 en Montepulciano (Italia). Su madre, Cintia, era hermana del Papa Marcelo II. Ella le acostumbró desde niño a todas las prácticas cristianas y le educó en la piedad. Era la época del Concilio de Trento, éste había sido clausurado y era el momento de poner en práctica todas las conclusiones y resoluciones del mismo. Había llegado el momento de una gran renovación espiritual.
A los 16 años se siente llamado a entrar en la Compañía de Jesús, pensando que de este modo estaría lejos de dignidades y puestos destacados en la Iglesia, cosa a la que podía haber aspirado por las buenas relaciones que tenía con las altas esferas de la Iglesia por parentesco familiar. Como aún es algo joven para su ingreso, pasa un año retirado en una finca en el campo, con un grupo de amigos aficionados como él, al estudio de los clásicos y a los debates y controversias. Pasado este tiempo ingresa, el 21 de septiembre de 1560 en la Compañía de Jesús. Hace el noviciado en San Andrés del Quirinal de Roma y es ordenado sacerdote por el obispo de Gante (Bélgica) el 25 de marzo de 1570.
Antes de ser sacerdote ya se había revelado como un gran orador, así es que en otoño de 1570 comienza a impartir clases en la Universidad de Lovaina. Enseña teología, filosofía, matemáticas y astronomía. Aparte de destacar como orador excepcional, también comienza a descollar como teólogo, primero en Lovaina y después en Roma. El gran amor que sentía por la Iglesia y la defensa de sus verdades le lleva a estudiar los errores de los herejes. Su libro más famoso, escrito en esta época fue el de “Las Controversias”, que se llegó a editar más de 29 veces en 30 años. Escribió también dos Catecismos, uno sencillo para los niños y otro más profundo para los maestros, que estuvieron vigentes hasta los tiempos de San Pío X. Compuso también obras de Apologética e intervino en la edición de “La Vulgata”.
Fue designado por el General de la Compañía de Jesús como director espiritual del Colegio Romano y después como rector del Centro. Entre sus hijos espirituales tuvo la gran suerte de tener a San Luis Gonzaga. Después y para evitar que le pudieran nombrar cardenal, el General de la Compañía le nombró Provincial en Nápoles, pero no le valió de nada la estratagema, pues Clemente VIII se empeñó en colocar sobre su cabeza el capelo cardenalicio porque, según él, no había otro que se le equiparara en ciencia y sabiduría. “A éste lo hemos escogido porque la Iglesia de Dios no tiene otro semejante a él en cuanto a la doctrina y porque él es además el sobrino de un excelente y santo Pontífice”. Belarmino en principio se negó a aceptar, pero el papa le obligó por obediencia y bajo pena de pecado mortal, pero como él no entendía de la astucia diplomática, parece que cayó en desgracia del papa y entonces se deshizo de él nombrándole arzobispo de Capua, si bien, después el papa Paulo V le pidió que volviera para hacerse cargo de la Biblioteca Vaticana.
El cardenal Belarmino participó en tres cónclaves, pero el hecho de ser jesuita era un inconveniente a la hora de votarle. Dios no le había hecho para el pontificado, ni él tampoco lo ambicionaba. Aunque hubiera actuado con rectitud, a juzgar por sus palabras: “Juro, para el caso en que fuera electo Soberano Pontífice (cosa que no deseo y que le pido a Dios aparte de mí) no elevar a ninguno de mis parientes ni de mis allegados al cardenalato, ni a ningún principado temporal, ducado o condado, o alguna otra nobleza. Tampoco los enriquecería; me contentaría con ayudarles a vivir decentemente en su estado”. A pesar de tener ya cerca de 70 años, seguía luchando contra las herejías, defendiendo valientemente la fe de la Iglesia y dedicándose en esta última etapa de su vida a escribir obras devotas y espirituales. Él sería el encargado por el Papa para hacer llegar a Galileo la sentencia del Santo Oficio, informando a la Congregación en estos términos: “Galileo no abjuró entre mis manos ni entre las de ninguno otro en Roma, ni en otra parte, que nosotros sepamos, ninguna de sus opiniones o doctrinas; tampoco se le impuso penitencia absolutoria. Tan sólo se le notificó la declaración hecha por el Papa y publicada por la Congregación”. Dios le llamó al eterno descanso el 17 de septiembre de 1621, a los 79 años. Pio XI lo beatificó el 13 de mayo de 1923 y le canonizó el 29 de junio de 1931.
Reflexión desde el contexto actual:
Hay que destacar la gran humildad de este santo quien, a pesar de su gran valía y su buena posición social, no se aprovechó de las circunstancias para hacer carrera. Trabajar por la Comunidad y no aprovecharse de ella para medrar y ocupar altos cargos, debiera ser una exigencia fundamental de obligado cumplimiento, porque si no es así todo queda viciado de origen. La rectitud de intención en la aceptación de los cargos resulta ser indispensable, mucho más en el ministerio sagrado, al que se llega para servir y no para ser servido.