Un santo para cada día: 17 de febrero S. Teodoro de Bizancio (Primer patrono de Venecia)
Teodoro habría nacido a mediados del siglo III, en Amasea, al norte de Turquía, ciudad enclavada en un hermoso valle, cerca de las costas del mar Negro, su nombre procedente del idioma griego significa “regalo de Dios”
Cualquier viajero interesado por la cultura y que haya pasado por Venecia, de seguro que habrá quedado impresionado por la monumentalidad de esas dos columnas graníticas que presiden la bellísima plaza, conocida con el nombre de la Piazzetta. Desde antiguo ellas han representado la puerta de entrada, dando la bienvenida a todo visitante que se acerca a esta ciudad por mar; se encuentran situadas frente al Palacio Ducal, al lado de la Plaza de S. Marcos, a las que se puede acceder en un cortísimo recorrido, tomando la dirección hacia la laguna de Venecia. Ahí están desde el siglo XII siendo traídas, nada menos que desde Constantinopla. Ambas columnas están rematadas por dos figuras emblemáticas que comparten el honor de patronazgo de la encantadora Venecia: una de ellas representa a S. Marcos bajo la forma de un león alado, hecho en bronce que pasa por ser el símbolo de la ciudad y la otra es una escultura de mármol que representa a S. Teodoro, su primer patrono, que aparece en la forma de un guerrero acorazado, dando muerte a un dragón que yace ante sus pies. La escultura de S. Teodoro coronando la ciclópea columna es una réplica del original que se encuentra a pocos pasos del Palacio Ducal. Este lugar de emplazamiento, desde muy antiguo, viene protagonizando hechos memorables, pues, era allí donde se ajusticiaban a los condenados a muerte, razón por la cual existen ciertas prevenciones de no pasar entre las dos columnas porque dicen traer mala suerte. No es el único lugar donde se hace memoria de S. Teodoro, también le vemos representado en la fachada de la basílica de S. Marcos, en una pintura de la puerta del órgano de G. Bellini y por supuesto en Capadocia, donde existen pinturas en compañía de San Jorge montado en un caballo rojo persiguiendo a un dragón.
Según la tradición, Teodoro habría nacido a mediados del siglo III, en Amasea, al norte de Turquía, ciudad enclavada en un hermoso valle, cerca de las costas del mar Negro, su nombre procedente del idioma griego significa “regalo de Dios”. Las noticias que nos han llegado de él proceden de un discurso de S. Gregorio de Nisa, coincidentes con las reseñadas un poco más tarde en la “passio griega” a él destinadas. De Teodoro sabemos que cuando el ejército romano fue trasladado a los cuarteles de Amasea (Anatolia), tuvo la ocasión de alistarse en sus filas para servir al emperador romano en la persona de Galerio Maximiano, uno de los tetrarcas del Imperio Romano. Todo fue bien en un principio y pudo conciliar sin mayores problemas su condición de cristiano con la de soldado, pero la situación empeoró cuando, de forma un tanto imprevisible, la situación cambió y por los motivos que fueran, el fanatismo religioso del emperador hizo su aparición, promulgando un edicto por el cual quedaban obligados todos los soldados y oficiales del ejército a rendir el culto debido a las divinidades paganas. Ello afectó seriamente a Teodoro, que quedó en una situación muy comprometida, a la que a partir de ahora tenía que enfrentarse.
Debió ser un personaje muy respetado y querido, por cuanto una vez que dio a conocer su decisión de permanecer fiel a su fe cristiana, se le trató con deferencia y consideración, intentando con buenos modos que reconsiderara su postura, para lo cual se le concedía el tiempo que fuera necesario, hasta tomar una decisión definitiva; hubo ruegos y súplicas por parte del tribuno y los compañeros, pero él era un hombre de una sola palabra y permaneció inalterable en sus trece. Ya no solamente esto, sino que dejándose llevar de un arrebato místico, la emprendió contra los dioses paganos, incendiando el templo de Cibeles, madre de los dioses, que se encontraba en Amasea cerca del río Iris, lo que nos induce a recordar la escena de Jesús, látigo en mano expulsando a los mercaderes del templo.
Seguramente a las autoridades les resultó difícil tener que tomar una determinación drástica sobre un personaje tan respetable, pero la ley era la ley y tenía que cumplirse, por lo se le aplicaron los castigos correspondientes antes de proceder a la sentencia condenatoria en firme. Fue azotado y recluido en la cárcel, donde según cuentan se le apareció Ntro. Señor para consolarle. En vistas de que no daba su brazo a torcer y ello podía ser motivo de incitación a los demás, fue condenado a ser quemado vivo para que sirviera de ejemplo.
Glorificando y dando gracias a Dios, Teodoro subió a la hoguera sin ningún temor, haciendo alarde de la fortaleza que le caracterizaba. El matador de dragones, como así se le iba a representar en toda la cristiandad, nos dejaba un ejemplo supremo de entereza y de valor para admiración de los siglos venideros. Esto sucedió hacia el año 306 y su culto se extendió tanto en Oriente como en Occidente, donde le vemos representado y al que se dedican monasterios ya desde el siglo IV. Sus restos descansan en Constantinopla en la Iglesia que lleva su nombre, a excepción de su cabeza que se encuentra en Gaeta (Italia).
Reflexión desde el contexto actual:
Se ha escrito mucho y se sigue haciendo sobre la acomodación de la santidad a los tiempos que a cada cual le toca vivir, hasta el punto de que habrá quien se cuestione si un militar, mártir de los primeros siglos como lo fue Teodoro, pueda ser un ejemplo de vida a imitar hoy día. Es muy cierto que la santidad no deja de ser un asunto muy personal, sujeto a las circunstancias espacio temporales que nos rodean y por supuesto también a la situación y capacidades de cada individuo en momentos determinados, pero no deja de ser también cierto que la actitud de entereza y de compromiso cristiano viene a ser igual para todos en todas las épocas. Qué duda cabe que en estos tiempos tan acomodaticios que vivimos, nos viene como anillo al dedo, la interpelación que el valeroso mártir bizantino nos hace desde la distancia de muchos siglos y que debiéramos tener presente para que, cuando llegara el caso, nos dejemos de tantos titubeos y nos entreguemos con resolución, intrepidez y arrojo, a obedecer a Dios antes que a los hombres.