Fundamentalistas evangélicos y católicos integristas pretenden una influencia religiosa directa en política Del 'In God we trust' a la teología de la prosperidad: un ecumenismo sorprendente
En algunos Gobiernos de Estados Unidos de las últimas décadas se notó el creciente papel de la religión en los procesos electorales y en las decisiones de gobierno: un papel también de orden moral en la identificación de lo que está bien y lo que está mal
Presidentes como George Bush Jr y Donald Trump, en su lucha "contra el mal", mostraron actitudes se basan en principios fundamentalistas protestantes evangélicos de comienzos del siglo pasado que se han ido radicalizando con el paso del tiempo
El pensamiento de las colectividades sociales religiosas inspiradas por autores como Lyman Stewart considera a Estados Unidos como una nación bendecida por Dios, y no vacila en fundar el crecimiento económico del país en la adhesión literal a la Biblia
El pensamiento de las colectividades sociales religiosas inspiradas por autores como Lyman Stewart considera a Estados Unidos como una nación bendecida por Dios, y no vacila en fundar el crecimiento económico del país en la adhesión literal a la Biblia
| Antonio Spadaro y Marcelo Figueroa
Civiltà Cattolica - In God We Trust: tal es la frase impresa en los billetes bancarios de EEUU, una frase que es también el actual lema nacional. La frase apareció por primera vez en una moneda del año 1864, pero no se hizo oficial hasta haber pasado por una resolución conjunta del Congreso en 1956. Significa «En Dios confiamos», y es un lema importante para una nación que en las raíces de su fundación tiene también motivaciones de carácter religioso. Para muchos se trata de una simple declaración de fe, mientras que para otros es la síntesis de una fusión problemática entre religión y Estado, entre fe y política, entre valores religiosos y economía.
En algunos Gobiernos de Estados Unidos de las últimas décadas se notó el creciente papel de la religión en los procesos electorales y en las decisiones de gobierno: un papel también de orden moral en la identificación de lo que está bien y lo que está mal.
Por momentos esta compenetración entre política, moral y religión asumió un lenguaje maniqueo que divide la realidad entre el bien absoluto y el mal absoluto. En efecto, después de que Bush hablara en su momento de un «eje del mal» que hay que enfrentar y de que, tras los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, hiciera referencia a la responsabilidad de «liberar al mundo del mal», Trump dirigió su lucha contra una entidad colectiva genéricamente amplia, la de los «malos» (bad) o, también, «muy malos» (very bad). Los tonos utilizados por quienes lo apoyaron en algunas campañas asumieron connotaciones que podríamos definir como «épicas».
Estas actitudes se basan en principios fundamentalistas protestantes evangélicos de comienzos del siglopasado que se han ido radicalizando con el paso del tiempo. En efecto, se pasó de un rechazo a todo aquello que es «mundano», como se consideraba la política, a perseguir una influencia fuerte y determinada de esa moral religiosa en los procesos democráticos y sus resultados.
El término «fundamentalismo evangélico», que hoy puede asimilarse a «derecha protestante evangélica» o «teoconservadurismo», tiene sus orígenes entre los años 1910 y 1915. En esa época, Lyman Stewart, un millonario del sur de California, publicó 12 volúmenes titulados Los fundamentos (The Fundamentals). El autor procuraba responder a la «amenaza» de las ideas modernistas de la época resumiendo el pensamiento de autores cuyo apoyo doctrinal apreciaba. De ese modo, ejemplificaba la fe evangélica en cuanto a los aspectos morales, sociales, colectivos e individuales. Entre los que apreciaron los volúmenes de Stewart hay varios exponentes políticos y también dos presidentes recientes, como Ronald Reagan y George W. Bush.
El pensamiento de las colectividades sociales religiosas inspiradas por autores como Stewart considera a Estados Unidos como una nación bendecida por Dios, y no vacila en fundar el crecimiento económico del país en la adhesión literal a la Biblia. En el curso de los últimos años esto se ha visto alimentado, además, por la estigmatización de enemigos a los que, por decirlo así, se «demoniza».
En el universo que amenaza su modo de entender el American way of life se han sucedido, a lo largo del tiempo, los espíritus modernistas, los derechos de los esclavos negros, los movimientos hippies, el comunismo, los movimientos feministas, y así, hasta llegar, en la actualidad, a los inmigrantes y a los musulmanes. Para mantener el nivel de conflicto, sus exégesis bíblicas se han impulsado cada vez más hacia lecturas descontextualizadas de los textos del Antiguo Testamento acerca de la conquista y la defensa de la «tierra prometida», más que guiarse por la mirada incisiva y llena de amor del Jesús de los Evangelios.
Dentro de esta narrativa no se proscribe aquello que impulsa al conflicto. No se considera el nexo existente entre capital y beneficios y la venta de armas. Muy al contrario, a menudo la misma guerra es asimilada a las heroicas empresas de conquista del «Dios de los ejércitos», de Gedeón y de David. En esta visión maniquea, las armas pueden asumir una justificación de carácter teológico; hoy no faltan pastores que para ello buscan un fundamento bíblico, y utilizan fragmentos de la Sagrada Escritura como excusas fuera de contexto.
Otro aspecto interesante es la relación que esta colectividad religiosa —compuesta principalmente por blancos de extracción popular del profundo sur estadounidense— tiene con la «creación». Hay como una suerte de «anestesia» respecto de los desastres ecológicos y de los problemas generados por el cambio climático. El «dominionismo» que profesan —que considera a los ecologistas como personas contrarias a la fe cristiana— hunde sus propias raíces en una comprensión literal de los relatos de la creación del libro del Génesis, una comprensión que coloca al hombre en una situación de «dominio» sobre la creación, mientras que esta queda sometida al arbitrio del hombre en un bíblico «sometimiento».
En esta visión teológica, los desastres naturales, los dramáticos cambios climáticos y la crisis ecológica global no solo no se perciben como una alarma que debería inducirlos a revisar sus dogmas, sino, por el contrario, como signos que confirman su concepción no alegórica de las figuras finales del libro del Apocalipsis y su esperanza en «unos cielos nuevos y una tierra nueva».
Se trata de una fórmula profética: combatir las amenazas que se ciernen sobre los valores cristianos estadounidenses y esperar la inminente justicia de un Armagedón, una rendición de cuentas final entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. En este sentido, todo «proceso» (de paz, de diálogo, etc.), colapsa frente a la apremiante urgencia del fin, de la batalla final contra el enemigo. Y la comunidad de los creyentes, de la fe (faith), se convierte en la comunidad de los combatientes, de la batalla (fight). Esta lectura unidireccional de los textos bíblicos puede inducir a anestesiar las conciencias o a apoyar activamente las situaciones más atroces y dramáticas que el mundo vive fuera de las fronteras de la propia «tierra prometida».
El pastor Rousas John Rushdoony (1916-2001) es el padre del denominado «reconstruccionismo cristiano» (o «teología dominionista»), que ha tenido un gran impacto en la visión teopolítica del fundamentalismo cristiano. Es la doctrina que alimenta a organizaciones y redes políticas como el Council for National Policy y el pensamiento de sus exponentes, como Steve Bannon, actual chief strategist de la Casa Blanca y partidario de una geopolítica apocalíptica[1].
«Lo primero que tenemos que hacer es dar voz a nuestras Iglesias», dicen algunos. El significado real de este tipo de expresiones es que se espera de ello la posibilidad de influir en la esfera política, parlamentaria, jurídica y educativa para someter las normas públicas a la moral religiosa.
En efecto, la doctrina de Rushdoony sostiene la necesidad teocrática de someter el Estado a la Biblia, con una lógica no diferente de la que inspira el fundamentalismo islámico. En el fondo, la narrativa del terror que alimenta el imaginario de los yihadistas y de los neocruzados abreva en fuentes no demasiado distantes entre sí. No hay que olvidar que la teopolítica que inspira la propaganda del Estado Islámico se funda en el mismo culto a un apocalipsis que hay que apresurar lo más posible. Por tanto, no es casual que George W. Bush haya sido reconocido como un «gran cruzado» por el propio Osama bin Laden.
Teología de la prosperidad y retórica de la libertad religiosa
Otro fenómeno relevante junto al maniqueísmo político es el paso del pietismo puritano original, basado en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber, a la «teología de la prosperidad», propugnada principalmente por pastores millonarios y mediáticos y por organizaciones misioneras con una fuerte influencia religiosa, social y política. Ellos anuncian un «evangelio de la prosperidad», según el cual Dios desea que los creyentes disfruten de salud física, riqueza material y felicidad personal.
Es fácil percibir cómo algunos mensajes de las campañas electorales y sus semióticas abundan en referencias al fundamentalismo evangélico. Por ejemplo, a veces se ven imágenes en las que los líderes políticos aparecen con aire triunfal con una Biblia en la mano.
Una figura relevante que inspiró a presidentes como Richard Nixon, Ronald Reagan y Donald Trump es el pastor Norman Vincent Peale (1898-1993), que ofició el primer matrimonio de Trump y el funeral de sus padres. Peale fue un predicador exitoso: vendió millones de ejemplares de su libro El poder del pensamiento positivo (1952), lleno de frases como «Si crees algo, lo obtendrás», «Si repites “Dios está conmigo, ¿quién estará contra mí?”, nada te detendrá», «Imprime en tu mente tu imagen de éxito, y el éxito llegará», etc. Muchos telepredicadores de la prosperidad mezclan mercadeo, dirección estratégica y predicación, concentrándose más en el éxito personal, en la salvación o en la vida eterna.
Un tercer elemento, junto al maniqueísmo y al evangelio de la prosperidad, es una forma particular de proclamar la defensa de la «libertad religiosa». Claramente, la erosión de la libertad religiosa es una grave amenaza dentro de un creciente secularismo. Pero hay que evitar que su defensa se avenga al ritmo de los fundamentalismos de la «religión en libertad», percibida como un desafío virtual directo a la laicidad del Estado.
El ecumenismo fundamentalista
Basándose en los valores del fundamentalismo, se está desarrollando una extraña forma de sorprendente ecumenismo entre fundamentalistas evangélicos y católicos integristas, unidos por la misma voluntad de una influencia religiosa directa en la dimensión política.
Algunos que se profesan católicos se expresan a veces en formas hasta hace poco tiempo desconocidas en su tradición y mucho más cercanas a los tonos evangélicos. En términos de atracción de masa electoral, estos electores se definen como value voters. El universo de convergencia ecuménica entre sectores que, paradójicamente, son competidores en cuanto a la pertenencia confesional, es bien definido. Este encuentro en torno a objetivos comunes se da en el terreno de temas como el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la educación religiosa en las escuelas y otras cuestiones consideradas genéricamente morales o ligadas a los valores. Tanto los evangélicos como los católicos integristas condenan el ecumenismo tradicional y, sin embargo, promueven un ecumenismo del conflicto que los une en el sueño nostálgico de un Estado de rasgos teocráticos.
La perspectiva más peligrosa de este extraño ecumenismo puede adscribirse a su visión xenófoba e islamófoba, que invoca muros y deportaciones purificadoras. La palabra «ecumenismo» se traduce así en una paradoja, en un «ecumenismo del odio». La intolerancia es marca celestial de purismo, el reduccionismo es metodología exegética y el ultraliteralismo es su clave hermenéutica.
Es clara la enorme diferencia que hay entre estos conceptos y el ecumenismo alentado por el papa Francisco con varios referentes cristianos y de otras confesiones religiosas, que se mueve en la línea de la inclusión, de la paz, del encuentro y de los puentes. Este fenómeno de ecumenismos opuestos, con percepciones contrapuestas de la fe y visiones del mundo donde las religiones desarrollan papeles irreconciliables es, tal vez, el aspecto más desconocido y al mismo tiempo más dramático de la difusión del fundamentalismo integrista. A este nivel se comprende el significado histórico del compromiso del Papa contra los «muros» y contra toda forma de «guerra de religión».
La tentación de la «guerra espiritual»
Por el contrario, el elemento religioso no debe confundirse nunca con el político. Confundir poder espiritual y poder temporal significa poner uno al servicio del otro. Un rasgo claro de la geopolítica del papa Francisco consiste en no dar apoyos teológicos al poder para imponerse o para encontrar un enemigo interno o externo a combatir. Hay que huir de la tentación transversal y «ecuménica» de proyectar la divinidad sobre el poder político que se reviste de ella para sus propios fines. Francisco socava desde dentro la máquina narrativa de los milenarismos sectarios y del «dominionismo», que prepara para el apocalipsis y para el «choque final»[2]. El énfasis puesto en la misericordia como atributo fundamental de Dios expresa esta exigencia radicalmente cristiana.
Francisco quiere romper el vínculo orgánico entre cultura, política, instituciones e Iglesia. La espiritualidad no puede ligarse a gobiernos o a pactos militares, porque ella está al servicio de todos los hombres. Las religiones no pueden considerar a algunos como enemigos jurados ni a otros como enemigos externos. La religión no debe convertirse en la garantía de los grupos dominantes. Y sin embargo, es justo esta dinámica de espurio sabor teológico la que intenta imponer su propia ley y su propia lógica en el campo político.
Dentro de esta narrativa no se proscribe aquello que impulsa al conflicto. No se considera el nexo existente entre capital y beneficios y la venta de armas. Muy al contrario, a menudo la misma guerra es asimilada a las heroicas empresas de conquista del «Dios de los ejércitos», de Gedeón y de David. En esta visión maniquea, las armas pueden asumir una justificación de carácter teológico; hoy no faltan pastores que para ello buscan un fundamento bíblico, y utilizan fragmentos de la Sagrada Escritura como excusas fuera de contexto.
Este enfoque bélico y «militante» parece decididamente fascinante y evocador para un cierto público, sobre todo por el hecho de que la victoria de Constantino —dada por imposible contra Majencio, que contaba con el respaldo de todo el establishment romano— debía atribuirse a una intervención divina: in hoc signo vinces.
Así pues, Church Militant se pregunta si la victoria de Trump podría atribuirse a la oración de los estadounidenses. La respuesta sugerida es positiva. La consigna indirecta para Trump, nuevo Constantino, era clara: debía actuar en consecuencia. Un mensaje muy directo, por tanto, que quería condicionar la presidencia connotándola con los rasgos de una elección «divina». In hoc signo vinces, tal cual.
Hoy más que nunca es necesario despojar al poder del pomposo ropaje confesional, de sus corazas, de sus armaduras oxidadas. El esquema teopolítico fundamentalista quiere instaurar el reino de una divinidad aquí y ahora. Y, obviamente, la divinidad es la proyección ideal del poder constituido. Esta visión genera la ideología de conquista.
En cambio, el esquema teopolítico verdaderamente cristiano es escatológico, es decir, mira al futuro y quiere orientar la historia presente hacia el reino de Dios, reino de justicia y de paz. Esta visión genera el proceso de integración que se despliega con una diplomacia que no corona a nadie como «hombre de la Providencia».
Y es también por eso que la diplomacia de la Santa Sede quiere establecer relaciones directas y fluidas con las superpotencias, pero sin entrar dentro de las redes de alianzas y de influencias preestablecidas. En este marco, el Papa no quiere negar ni dar la razón a nadie, porque sabe que en la raíz de los conflictos hay siempre una lucha de poder. Por tanto, no hay que imaginarse una «alineación» por razones morales o, peor aún, espirituales.
Francisco rechaza radicalmente la idea de la realización del reino de Dios en la tierra, que estaba en la base del Sacro Imperio Romano y de todas las formas políticas e institucionales similares, hasta la dimensión del «partido». Si así se entendiese, el «pueblo elegido» entraría en un complicado entrelazamiento de dimensiones religiosas y políticas que le haría perder la consciencia de estar al servicio del mundo y lo contrapondría a quien está alejado, a quien no le pertenece, es decir, al «enemigo».
Es así como las raíces cristianas de los pueblos no deben entenderse nunca de manera etnicista. Las nociones de «raíces» y de «identidad» no tienen el mismo contenido para el católico y para el identitarista neopagano. Más aún: el etnicismo triunfalista, arrogante y vengativo es lo contrario del cristianismo. El 9 de mayo dijo el Papa en una entrevista al diario francés La Croix: «Sí, Europa tiene raíces cristianas. El cristianismo tiene el deber de regarlas, pero en un espíritu de servicio, como para el lavatorio de los pies. El deber del cristianismo con Europa es el servicio». Y también: «La aportación del cristianismo a una cultura es la de Cristo con el lavatorio de los pies, o sea, el servicio y la donación de la vida. No debe ser una aportación colonialista».
Contra el miedo
¿En qué sentimiento se basa la persuasiva tentación de una alianza espuria entre política y fundamentalismo religioso? En el miedo a la fractura del orden constituido y en el temor al caos. Más aún, esta tentación justamente funciona gracias al caos que se percibe. La estrategia política para el éxito se torna en la de elevar los tonos del conflicto, exagerar el desorden y en agitar los ánimos del pueblo con la proyección de escenarios inquietantes más allá de todo realismo.
En este punto, la religión se convertiría en garante del orden, y una de las partes políticas encarnaría sus exigencias. La invocación del apocalipsis justifica el poder querido por un dios o en connivencia con un dios. Y el fundamentalismo se revela así no como producto de la experiencia religiosa, sino como una concepción pobre e instrumental de dicha experiencia.
Por eso Francisco está desarrollando una contranarración sistemática respecto de la narrativa del miedo. Hay que combatir, pues, la manipulación de esta época de ansiedad y de inseguridad. Por este mismo motivo, Francisco omite con valentía dar cualquier legitimación teológico-política a los terroristas, y evita realizar una reducción del islam al terrorismo islamista. Y no se la da tampoco a aquellos que postulan y que quieren una «guerra santa» o que construyen barreras de concertinas. En efecto, el único alambre de púas para el cristiano es el de la corona de espinas que Cristo tiene en la cabeza[4].
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