“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá, germinará y florecerá como flor de narciso, festejará con gozo y cantos de júbilo. Le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Contemplarán la gloria del Señor, la majestad de nuestro Dios (Isa 35, 1-2).
En este tiempo de Adviento, el desierto es una referencia clásica. El pueblo de Dios hizo la travesía del Éxodo por el desierto, Juan Bautista predica en el desierto, Jesús inicia su vida pública conducido por el Espíritu al desierto. Quienes tienen la experiencia de haber ido al desierto han gustado la extraña fascinación que produce la contemplación del paisaje yermo. Quizá no se es consciente de que allí se percibe el encuentro con la matriz de la naturaleza humana, hecha del polvo del suelo.
El profeta canta: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá, germinará y florecerá como flor de narciso, festejará con gozo y cantos de júbilo.” (Isa 35, 1-2). Pero sobre todo, el desierto es el lugar donde Dios enamora a su pueblo.
En una interpretación espiritual, cabe que el desierto sea el lugar de la caída, de la prevaricación, de la idolatría, y en esa posible dura experiencia de quiebra resuenan las palabras de Jesús al paralítico de Cafarnaúm: “Él, viendo la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados están perdonados»” (Lc 5, 20). El perdón convierte el páramo en jardín, la estepa en manantial de aguas, la desolación en consolación.
Si te sientes en el desierto, ¿te abres a la Palabra, al amor de Dios, al perdón?