"La causa de los jesuitas fue la causa de Jesús, fue el tomar partido por los pobres" Los mártires de la UCA, expresión de entrega evangélica
"Los jesuitas, la cocinera y su hija, fueron las víctimas de un poder absoluto basado en la riqueza y en la opresión, el mismo que sigue matando hoy a tantas personas en muchas partes del mundo, en Gaza, en África, en Ucrania… "
"Como San Romero de América, los jesuitas ponían voz a los sin voz, defendían a los pobres, sus derechos y su dignidad"
"Su asesinato pueda considerarse como un crimen político, no por defender a un partido concreto, sino por defender los derechos de los pobres"
"Su asesinato pueda considerarse como un crimen político, no por defender a un partido concreto, sino por defender los derechos de los pobres"
| Javier Sánchez González, capellán cárcel de Navalcarnero
Se cumplen 35 años ya del asesinato de los seis jesuitas, la cocinera que los cuidaba y su hija, en el pequeño país centroamericano de El Salvador. Una matanza que conmocionó al mundo, y que sin duda tanto influyó en la marcha de la guerra salvadoreña, que fue la que comenzó a poner el final de esta lucha fratricida. Detrás de esta matanza, como detrás de todas las matanzas de inocentes, estaba la mano del poder, la mano del poder estadounidense y de los ricos y ricas salvadoreños.
Una vez más, se volvía a cumplir lo de siempre: el poder es el que aplasta, el poder injusto es el que asesina, y da muerte a los inocentes. Los jesuitas, la cocinera y su hija, fueron las víctimas de un poder absoluto basado en la riqueza y en la opresión, el mismo que sigue matando hoy a tantas personas en muchas partes del mundo, en Gaza, en África, en Ucrania… Es el poder de los que piensan que son más que los demás porque tengan más poder económico o un mejor puesto social. Los jesuitas eran la parte intelectual que estorbaba en aquel país, porque defendía a los pobres; pero detrás de ellos estaban los miles de campesinos y campesinas salvadoreñas que sufrían la injusticia de unos pocos, y que también fueron asesinados.
Como en el caso de Monseñor Romero, los poderosos no consiguieron su objetivo, no consiguieron callar a los pobres, como tampoco lo consiguieron los escribas, fariseos y los sumos sacerdotes que asesinaron a Jesús de Nazaret. En contra de todos sus pronósticos, y por lo espectacular de este asesinato, tuvieron que firmar unos acuerdos de paz, que si bien también tuvieron mucho de injusticia, abrieron la posibilidad a un orden nuevo dentro del país. Aunque por desgracia ese orden nuevo no ha podido llevarse a cabo, porque la guerra ha seguido presente desde la injusticia, la violencia y la pobreza. Unos acuerdos de paz que no hicieron posible el gran sueño de Romero y de todos los pobres salvadoreños: que la justicia se hiciera posible en El Salvador.
Primero fue la violencia callejera de las maras, originada por la pobreza causante de la gran violencia allí, y ahora es la violencia institucional, llevada a cabo por el propio presidente y su gobierno, que está llevando a cabo la persecución mayor desde el fin del enfrentamiento armado. Muchos cayeron por la violencia de la pobreza, muchos cayeron por la violencia callejera, y muchos siguen cayendo por la violencia institucional. Pero nadie ataja la auténtica violencia que sufre el país desde siglos: la pobreza absoluta, el hambre y la injusticia que hace que los salvadoreños tengan que seguir “huyendo” de su país, simplemente para poder vivir, para buscar un futuro personal y para sus familias.
La UCA y los jesuitas eran un punto esencial dentro de la lucha de los pobres del país en aquel momento; como San Romero de América, los jesuitas ponían voz a los sin voz, defendían a los pobres, sus derechos y su dignidad, y, precisamente por eso, eran vistos como un peligro por los poderosos. Era repetir la historia de siempre, repetir que hay personas que en este mundo estorban, simplemente por defender la dignidad de los más débiles. La UCA como siempre era tachada de comunista, y los jesuitas de remover el orden social establecido. Y claro que lo removían, porque el orden social establecido era injusto y beneficiaba a unos pocos, una minoría. Ellos, desde el seguimiento de Jesús de Nazaret, no podían consentirlo y por eso lo criticaban.
De ahí que su asesinato pueda considerarse como un crimen político, no por defender a un partido concreto, sino por defender los derechos de los pobres. Hacer política es preocuparse del bien común, es preocuparse de los más débiles, y esa política no es bien vista. La política no consiste solamente en votar cuando toca, la política consiste en la defensa de los derechos y libertades de todas las personas, especialmente de aquellos que más necesitan de esa defensa. Los jesuitas no eran comunistas, entendiendo por “comunista” una ideología concreta partidista; los jesuitas eran comunistas en cuanto a que defendían y propiciaban un bien común justo para todos, lo que ellos predicaban y vivían es que todos nos merecemos lo mismo porque todos somos personas, porque todos tenemos los mismos derechos y obligaciones.
Y además en el centro de esa preocupación y actuar estaba el Dios de los pobres, el Dios que saca la voz por los débiles, el Dios que toma partido por los más necesitados. En el centro de su actuar estaba la certeza de un Dios Padre-Madre que nos quiere a todos y que quiere que todos seamos felices, no que unos vivan a consta de otros. Un Dios que no quiere a unos más que otros, que no defiende a unos más que a otros, sino un Dios, que como cualquier Padre-Madre, sí que se pone de parte de sus hijos e hijas más débiles. Esa parcialidad de Dios, que anuncia y vive el mismo Jesús de Nazaret ,no fue entendida por los que ostentaban el poder, porque ellos “vivían a costa de los pobres”. Esta teología, que está en el centro de la UCA, es la llamada teología de la liberación, que lo que busca es un mundo de hermanos y de hermanas, donde todos podamos vivir felizmente.
Una teología que arranca del mismo libro del Exodo, de la teofanía que tiene Moisés con la “zarza que no se consume”, una teofanía muy especial, porque Moisés escucha la voz de Dios que, desde el dolor de Padre le dice que lo que ha escuchado es la aflicción del pueblo, que lo que le ha llevado a llamar a Moisés es “el grito del pueblo martirizado”, ( Ex 3,7). Es el mismo grito que escuchaban cada día los jesuitas de la UCA, como lo escuchó Monseñor Romero, y que a unos y a otro les llevaron a tomar partido por ese mismo pueblo necesitado y agónico. El grito del pueblo salvadoreño era escuchado por los jesuitas, como el grito del pueblo judío esclavo en Egipto, fue muy escuchado por el mismo Dios. Y ante ese grito, tanto Moisés como los jesuitas, no tuvieron más remedio que ponerse de parte de ese grito, y su clamor les llevó al compromiso más absoluto y radical con su causa.
La causa de los jesuitas fue la causa de Jesús, fue el tomar partido por los pobres, lo que a unos y a otro les llevó al martirio. Der ahí que, en palabras de Jon Sobrino ( que se salvó de casualidad de la matanza, aunque realmente iban a por él), los jesuitas de la UCA, fueron mártires por la justicia, no mártires por la fe. Sobre todo si por fe entendemos doctrina, entendemos defender unos dogmas simplemente; fueron mártires por la justicia, o por una fe llevada hasta el compromiso de dar la vida por aquellos campesinos y campesinas, que cada día llamaban a las puertas de la UCA, pidiendo acogida, comida y un poco de comprensión, para librarse de las bombas del ejército asesino.
Es evidente que podremos discutir de ideologías, o podremos tener diferentes pensamientos acerca de muchas cosas, pero lo que no se puede dudar es de que estos hombres y mujeres fueron víctimas del poder de los ricos y poderosos del tiempo, ricos y poderosos a los que también se enfrenta Jesús en el Evangelio, y que efectivamente también le costó a El la muerte. Los jesuitas, la cocinera y su hija, fueron víctimas del poder que hoy día sigue matando a gente, víctimas de los que piensan que no somos igual todos los seres humanos, víctimas de aquellos que no creen en el Evangelio, aunque incluso muchos de ellos vayan a misa o ejerzan puestos de poder en diferentes instituciones.
Ese poder que hoy crucifica, es el poder que los crucificó a ellos, pero ese mismo poder no pudo matarlos, porque como decía Monseñor Romero “ Si me matan, resucitaré en el pueblo”. En la entrada de lo que hoy es el Centro Monseñor Romero, en la UCA de San Salvador, hay un fotografía de Monseñor Romero, acribillada a balazos ; son balas que los asesinos de los jesuitas lanzaron contra él, porque descubrieron que aunque nueve años antes habían asesinado a Romero, mientras celebraba la Eucaristía, no habían podido acabar con su vida, porque Romero seguía vivo en medio de donde siempre quiso estar, en medio de su pueblo, de su “pobrerío”, como él decía siempre.
Quizás por eso en estos días y siempre, el mejor homenaje que podemos a hacer a los jesuitas, la cocinera y su hija, sea no solo el de recordar sus vidas, y dar gracias a Dios profundamente por ellas, sino el de perpetuar su memoria desde nuestro compromiso con los pobres de El Salvador y del mundo. Continuar ese compromiso con aquellos que siguen muriendo en El Salvador, víctimas de la peor de las violencias, de la pobreza y de la injusticia. Guardar silencio ante las injusticias de El Salvador, en el fondo nos hace cómplices, nuestro silencio siempre da la razón a los poderosos. Es importante que denunciemos también todo lo que está pasando allí ahora. Es importante que nosotros también, como creyentes en el Dios de la vida, pongamos voz a todo lo que está pasando en El Salvador, que no callemos ante la nueva violencia institucional impuesta por el régimen dictatorial y violento, imperante allí en este momento.
Dios escuchó la voz del pueblo sufriente en Egipto, y Moisés puso voz a ese pueblo; Monseñor Romero y los jesuitas escucharon la voz del pueblo salvadoreño, y nosotros ahora también tenemos que escuchar esa misma voz y hacer todo lo que podamos para que pueda cesar la violencia institucional. Ninguna violencia puede ser consentida, la haga quien la haga, y por supuesto, no podemos callar ante la violencia más fuerte de El Salvador, que es la de la pobreza.
“Han matado a toda mi familia”, fue la expresión primera que tuvo Jon Sobrino al enterarse la noticia, han matado a todas las personas que más quería en este mundo, pero Jon siguió y sigue en la brecha, siguió y sigue anunciando al Dios de la vida, incluso ahora desde su ancianidad y enfermedad. Jon Sobrino jamás abandonó a su pueblo, a sus pobres, desde la entrega de sus hermanos, desde las lágrimas que el asesinato de “toda su familia” le produjo, continuó y continua poniendo voz los sin voz en El Salvador. Si, en palabras del asesinado Ignacio Ellacuría, “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador; con el asesinato de los jesuitas en la UCA, los pobres tienen voz, “el pueblo crucificado”, del que habla Jon sigue siendo una realidad cada vez mayor en el pequeño país centroamericano, martirizado por la injusticia y la pobreza. El Salvador es tierra de mártires, y lo sigue siendo, los pobres siguen siendo allí los últimos, y la pobreza sigue siendo la violencia mayor que cada uno de ellos sufren.
Cuando se haga la procesión de las antorchas en los jardines de la UCA, como cada año, para recordar a los mártires, en cada antorcha habrá sin duda un rayo de esperanza, un rayo de alegría y por supuesto un rayo de compromiso. En cada luz que se encienda ese día estará la luz de la apuesta por la justicia y por la fraternidad, y por un país, El Salvador, nuevo. De cada luz brotará la esperanza, la misma que brotó de la sangre derramada que llenó de vida el mantel y la sotana de Monseñor Romero en la capilla del Hospitalito. Sí, porque aquel mantel y aquella sotana no se llenaron de sangre, de muerte, sino de sangre de vida, como la misma sangre del Jesús crucificado hace más de dos mil años. La sangre de los mártires salvadoreños es sangre que engendra vida y vida en abundancia, como nos recuerda el evangelio de San Juan.
Un año más, y ya son 35 les recordamos, les recordamos no solo desde la pura memoria, haciendo casi arqueología, sino desde la actualidad de saber que siguen acompañando a su pueblo, desde reconocer que ya resucitados en el pueblo, y junto al Dios de la vida, siguen comprometidos con su pueblo. El papa Francisco siempre habla de que el milagro de los santos es su propia vida. Los jesuitas, la cocinera y su hija, no están canonizados, pero son santos porque su vida fue santa , o lo que es lo mismo, su vida fue el compromiso evangélico con los pobres, y eso les salvó y nos salva también a nosotros. Su entrega evangélica es la que nos salva porque en el fondo nos hace felices.
A los 35 años de su asesinato seguimos celebrando su vida resucitada. Celebramos su muerte desde la vida entregada, no celebramos su asesinato, sino su entrega de la vida. En el jardín de la UCA, que plantó entre sollozos y cuidó Obdulio, marido de Elba y padre de Celina, todavía están las rosas, unas rosas que representan su vida y que son signos de que la vida siguió triunfando por encima de todo. Y en ese jardín hay mucha vida y mucha esperanza. Donde asesinaron a las dos mujeres, madre e hija, hoy se sienta también la nueva comunidad de jesuitas a rezar, delante del Sagrario, pero delante también de la propia presencia del Sagrario nuevo de las mártires. Y esas mujeres y esos hombres, son los que siguen manteniendo la vida de todo lo que va sucediendo en aquel lugar, que pasó desde la muerte a la vida.
A nosotros nos queda no solo rezarlos, y recordarlos, sino seguir haciendo que su vida y su causa siga estando presente. Nos queda seguir soñando con ese país nuevo con el que ellos soñaron y por el que dieron la vida, nos queda seguir también nosotros comprometidos en su causa.
La teología de la liberación, que originó un momento nuevo en América Latina y en tantos otros sitios del mundo, por mucho que algunos quieran decir que está terminada, que está incluso “pasada de moda”, no ha podido terminar ni pasará nunca, porque como también dice Jon Sobrino, “La teología de la liberación estará siempre viva mientras en el mundo existan pobres”. Los pobres originaron esta nueva manera de hacer teología, y en El Salvador y en muchas partes del planeta los sigue habiendo, por eso, esta teología sigue siendo actual.
Gracias Ignacio Ellacuria, Gracias Ignacio Martín Baro, Gracias Segundo Montes, Gracias Armando López, Gracias Juan Ramón Moreno, Gracias Joaquín López, Gracias Julia Elba Ramos, Gracias Celina Meredith Ramos. Gracias por seguir haciéndonos creer en el Dios de la vida, en el Dios de la justicia y de la fraternidad. Gracias por seguir recordándonos que la vida se nos dio para entregarla. Gracias por seguir vivos y vivas en medio del pueblo salvadoreño. Seguís con nosotros, seguís siendo nuestra familia, os han asesinado pero vuestra vida sigue siendo fermento de nueva vida. Os pedimos también ayuda, os pedimos también que el sueño salvadoreño se pueda ver hecho realidad: que en El Salvador los pobres puedan vivir, que pueda surgir algún día la justicia y que la violencia de la pobreza pueda, por fin, cesar para siempre.
Etiquetas