Las cinco obras religiosas que no te puedes perder Bicentenario del Prado: una conversación multidimensional entre el museo y la sociedad
Inspiración para escritores como Unamuno, el Cristo de Velázquez invita desde el silencio a practicar una religiosidad apacible
Ante El Tránsito de la Virgen, de Mantegna, hacemos propio el recogimiento de los apóstoles
El Bosco tuvo que ser un ojo adelantado a su tiempo y una mente alerta, consciente de lo tendentes que somos los humanos a equivocarnos
El Bosco tuvo que ser un ojo adelantado a su tiempo y una mente alerta, consciente de lo tendentes que somos los humanos a equivocarnos
| Lucía López Alonso
Dicen que si no ves arte, no puedes amarlo. Por eso importa tanto que la ciudadanía tenga acceso a los museos. Que se consideren bienes públicos, de todos y para todos, aquellas manifestaciones artísticas y culturales que contienen mensajes universales y educan la sensibilidad de las personas.
Por otra parte, las instituciones culturales tienen un interés político innegable. En palabras del recientemente fallecido historiador del arte, quien fuera patrono y 'Amigo del Museo del Prado', Francisco Calvo Serraller, un museo se caracteriza “por ser histórico y por ser público, pero también por ser nacional, esto es, porque, a través de una revisión histórica, asigna al público una identidad”.
Por estas mismas razones, el arte lleva siglos conectado con la religión. A las puertas del bicentenario del Museo Nacional del Prado (el 21 de noviembre de 1819 abrió sus puertas, como Galería Real de Pinturas del Prado), se conmemoran también pasajes de la historia reciente que muestran esas interdependencias entre el patrimonio museístico y la Iglesia en España. Como cuando, en 1861, el pintor Federico de Madrazo consiguió que el convento de las Descalzas Reales cediera al museo la Anunciación de Fra Angelico. O como las consecuencias de la desamortización y el hecho de que, al estallar la Guerra civil, intelectuales republicanos como Timoteo Pérez Rubio, María Teresa León y Rafael Alberti salvaran de los bombardeos las obras del edificio de Juan de Villanueva, evacuándolas a Valencia.
Sumándonos a la celebración, a esa conversación multidimensional que se ha generado entre el museo y la sociedad, repasamos las mejores obras de temática religiosa de la gran pinacoteca madrileña. Las que nunca han fallado por su modernidad u originalidad en la época en que se pintaron, y a la hora de emocionar al espectador de cualquier momento histórico.
Gracias a su dominio del uso de la luz, Zurbarán logra que destaque su pequeño 'Bodegón con cacharros'
1- El Cristo crucificado de Velázquez
En 1826, entraron en el museo nuevas (e imprescindibles) adquisiciones, como el Cristo de Velázquez, pintura al óleo de 1632. Su aportación no sólo fue importante para el museo, sino que esta pieza velazqueña es iconográficamente original, porque se opone al paradigma de crucificado lleno de patetismo y sangre. Inspiración para escritores como Unamuno, este Cristo invita desde el silencio a practicar una religiosidad apacible. En La invención del arte español, de nuevo Serraller explicó a sus lectores el atractivo de esta especial crucifixión: “La aparición de un fondo negro, intemporal, que no es paisaje sino vacío, ausente decorado de oficio de tinieblas y espacio mental para el dolor, comunica a la obra una transpiración general que nos sugiere una convulsión escondida”.
2- El Tránsito de la Virgen, de Mantegna
Hacia 1462, Andrea Mantegna representó sobre tabla la muerte de la Virgen, acompañada por todos los discípulos de Jesús. Impresionante testimonio de la ‘manera’ del Renacimiento, la obra se articula integrando al espectador en ese círculo en torno a la mujer que yace, desde el verde oscuro del ropaje de San Juan. Como en El Testamento de Isabel la Católica (en el ala del siglo XIX del mismo museo), el poder de la composición, el orden de las figuras… facilitan la entrada en el relato propuesto por Mantegna. Hacemos propio el recogimiento de los apóstoles (el cuadro transmite tranquilidad: ninguna desesperación ante la pérdida de un ser querido) y la profundidad de la paleta de colores del artista.
3- El Jardín de las Delicias, de El Bosco
Tríptico del 1500, la mejor obra de El Bosco traspasó fronteras y se convirtió en la pintura favorita de nadie menos que el rey Felipe IV. Con sus ideas renovadoras, el pintor plasmó en esta tabla un modelo diferente de Paraíso, porque consigue que el espectador presienta que la felicidad de Adán y Eva se va a corromper pronto. En el medio, la escena describe cómo la humanidad se entrega al hedonismo (la lección moral salta a la vista: si te perviertes, tendrás que asumir las consecuencias), en una fiesta en la que participan aves de una escala irreal, plantas exóticas, hombres y mujeres desnudos... de todo. El castigo les llega en la parte final del tríptico-relato: es el infierno. “Te pesa la Edad Media / como zuecos que se hunden en el barro”, le dice el poeta José Ovejero al autor de El Jardín de las Delicias, en su poemario Nueva guía del Museo del Prado, de tierna y gran belleza. Efectivamente, El Bosco tuvo que ser un ojo adelantado a su tiempo y una mente alerta, consciente de lo tendentes que somos los humanos a equivocarnos, a hacernos daño y a creernos con derecho de juzgar a los demás.
4- El Cristo yacente, de Agapito Vallmitjana
Entre obras de El Greco o Caravaggio, es común que el visitante se olvide de pararse a observar obras menos significadas, como las de las salas de escultura. De 1872, esta pieza de mármol asombra porque no asusta. Porque de nuevo (como Mantegna, como Velázquez) muestra la muerte sin espectáculos macabros. Como dentro de una ‘dormición’ que no duele, el rostro de esta figura no expresa haber sido martirizado, sino que transmite calma y reconciliación.
5- El bodegón con cacharros, de Zurbarán
Óleo sobre lienzo de 1650, de entrada esta naturaleza muerta no tendría por qué contener un tema religioso. Sin embargo, la disposición de las vasijas, la detención en el detalle de cada objeto (y las propiedades de su material), el fondo absolutamente negro… parecen promover la contemplación y transmitir ese misticismo que siempre se ha relacionado con Francisco de Zurbarán. El pintor de monjes y santas logra que destaque, en la gran galería del Prado, un bodegón tan pequeño como éste, gracias a su dominio del uso de la luz. La filósofa María Zambrano, amante de la pintura de recogimiento (tanto la del Siglo de Oro como las obras de sus contemporáneos) escribió en Una visita al Museo del Prado: “La luz de Zurbarán nace de la materia misma (···), como en los cubistas. Juan Gris, el albañil madrileño, le andaba muy de cerca. Porque Zurbarán creía en las cosas, en su sustancia, no en su apariencia”.
Esposa del mencionado Pérez Rubio y escritora genuina, Rosa Chacel también dejó testimonio en su obra de las emociones que le despertaba visitar las obras del Museo del Prado. “Transitar por el Prado”, escribe, “tocar las llagas, en efecto, convence, pero también tocar con los ojos la pasión de otros ojos”. Recomienda, en ese mismo texto, la contemplación de la Artemisa de Rembrandt, de La condesa de Chinchón goyesca, de Las tres Gracias, “rebosando en la mente de Rubens”. Pero también esta exiliada republicana subraya piezas de temática religiosa, como Adán y Eva, de Alberto Durero, o la pintura minuciosa de El Bosco. Para valorar los mensajes de interioridad y de entusiasmos humanos que nos llegan a través del arte, entendamos o no de historia. Para sencillamente “dejar a un lado los rostros y afrontar los sueños”.