“El olvido de la frescura del Evangelio nos ha hecho caer a muchos... en una amnesia pastoral de los orígenes” En torno a “Querida Amazonía” (VII): el domesticado “sueño eclesial” (1)
“Tradición de la Iglesia” no son leyes o normas, hoy inasumibles culturalmente
| Rufo González
El capítulo cuarto, mitad casi de la exhortación (51 apartados de 111), desarrolla “un sueño eclesial” controvertido, sin aceptación general en la Iglesia. Se inicia con el hecho de que la Iglesia “camina con los pueblos de la Amazonía”. Hecho de gran consenso. Se ha expresado muchas veces a todos los niveles. De forma singular en las diversas Conferencias de Obispos: en Medellín (1968) y su aplicación a la Amazonia en Santarem (1972), en Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). En los últimos años ha crecido la conciencia y el esfuerzo de las comunidades cristianas por inculturarse y “desarrollar una Iglesia con rostro amazónico” (n. 61). Hasta llegar a poner en marcha esta actuación extraordinaria de un Sínodo con la categoría de “Asamblea Especial para la Región Panamazónica”.
“El camino con los pueblos de la Amazonía” para la Iglesia supone “acercarse en persona y ponerse a caminar con ellos” (Lc 24,15). Como Jesús, en el momento más oportuno deberá “explicarles lo que se refería a él en todas las Escrituras” (Lc 24,27). No podemos renunciar “al gran anuncio misionero..., la propuesta de fe que recibimos del Evangelio”. Ante el grito de la Amazonía nos unimos con todos en el trabajo por el “bien vivir” amazónico. Pero la tarea cristiana incluye “el gran anuncio salvífico, ese grito misionero que apunta al corazón y da sentido a todo lo demás”. No basta la ética personal y social. Sentimos que debemos anunciarles que “lo hacemos porque reconocemos a Cristo en ellos y porque descubrimos la inmensa dignidad que les otorga el Padre Dios que los ama infinitamente” (nn. 62-63).
“Ellos tienen derecho al anuncio del Evangelio” y nosotros “respondemos al pedido de Jesucristo: «Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15)”. Anuncio “de un Dios que ama infinitamente a cada ser humano, que ha manifestado plenamente ese amor en Cristo crucificado por nosotros y resucitado en nuestras vidas” (n. 64). Cuando dicho anuncio es aceptado, surge “la caridad fraterna”. Es “la gran síntesis de todo el contenido del Evangelio” (n. 65).
Reflexión sobre la relación entre evangelio y cultura (nn. 66-69). La inculturación se produceal contactar con “personas, realidades e historias de un territorio”. “Acercarse en persona y caminar con ellos” exige conocer su vida: “¿qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?” (Lc 24,17). “Explicar lo que se refiere a Él en todas las Escrituras” supone entender su lengua y conceptos, su sabiduría natural y adquirida de sus sabios. Toda cultura buena para el ser humano es buena para el Evangelio. La Iglesia “no desprecia nada de lo bueno que ya existe en las culturas amazónicas, sino que lo recoge y lo lleva a la plenitud a la luz del Evangelio” (n. 66). Cita conciliar del Vaticano II: “la predicación acomodada de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda evangelización” (GS 44).
A la cultura amazónica debe unirse también la cultura evolutiva eclesial, que puede ser aceptada como “sabiduría cristiana transmitida durante siglos”, pues, es “la historia donde Dios ha obrado de múltiples maneras, porque la Iglesia tiene un rostro pluriforme «no sólo desde una perspectiva espacial... sino también desde su realidad temporal»... Es la auténtica Tradición de la Iglesia, que no es un depósito estático ni una pieza de museo, sino la raíz de un árbol que crece. Es la Tradición milenaria que testimonia la acción divina en su Pueblo y «tiene la misión de mantener vivo el fuego más que conservar sus cenizas»” (n. 66).
Buena mirada a la “Tradición de la Iglesia”: conserva la raíz y es testigo de la acción divina y aviva el fuego del “amor primero” (Apoc 2,4). Mirada que no siempre se tiene en cuenta, y constituye un problema hoy en la Amazonía y otros muchos lugares. Por considerar algunas costumbres o leyes como “tradicionales” se viene impidiendo la sinodalidad en la Iglesia. El Documento Final del Sínodo llamaba la atención sobre las formas del ejercicio de la sinodalidad: “Son variadas, y deberán ser descentralizadas en sus diversos niveles (diocesano, regional, nacional, universal), respetuosas y atentas a los procesos locales, sin debilitar el vínculo con las demás Iglesias hermanas y con la Iglesia universal... Establecen una sincronía entre la comunión y la participación, la corresponsabilidad y la ministerialidad de todos..., la participación efectiva de los laicos en el discernimiento y en la toma de decisiones, potenciando la participación de las mujeres” (DF, 92).
Convertirse a la sinodalidad no es fácil, sobre todo para la jerarquía que se cree el centro y la totalidad responsable de la Iglesia. Es muy deudora de la parálisis del Pueblo de Dios. Considera “tradición eclesial” y, por tanto, inamovible, estructuras y leyes trasnochadas, propias de una época imperial, hoy culturalmente inasumibles. Ha protegido una teología dedicada a justificarlas. No han querido confrontarlas con el Nuevo Testamento y los primeros siglos. Se ha fomentado la existencia de clérigos y de profesores de teología, que prefieren callarse y defender lo indefendible desde el Evangelio, por no perder expectativas de mejora clerical. Ha marginado a teólogos de este talante: “después de haber vivido tanta falta de veracidad en la Iglesia y en la teología, lo que para mí está claro es que quiero decir insobornablemente la verdad: sin prejuicios tradicionalistas, ni cautelas político-eclesiásticas, sin preocuparme de frentes teológicos, ni de modas. Y eso, en concreto, quiere decir: argumentar con honestidad y ejercer la crítica teológica con integridad, lo cual no me da miedo, precisamente porque me llena una inquebrantable confianza en la causa cristiana” (Hans Küng, Verdad controvertida. Memorias II. Ed. Trotta. Madrid 2009. Pág. 296).
Los jerarcas eclesiales viven muy a gusto con sus Consejos meramente consultivos. No pueden responder con libertad a los retos actuales. No se atreven a proponer otras soluciones al margen de las leyes canónicas. Maniatados por el Código, por pautas “tradicionales”, actitudes sumisas, miedo a los problemas..., han perdido el coraje y la parresía para exigir libertad y respeto a derechos humanos en la Iglesia. Sobresale esto en temas como la prohibición del matrimonio a obispos y presbíteros, negación de estos cargos a la mujer, derecho de teólogos a investigar y manifestar sus opiniones, libertad de los esposos en el control de la natalidad... Temas abiertos desde el Nuevo Testamento y la Tradición de la Iglesia. Celibato opcional, idéntica dignidad (“todos somos uno en Cristo”), libertad y responsabilidad humanas... concuerdan con el Nuevo Testamento (1Cor 7, 25.36ss; Gál 3,28) y los Derechos humanos.
Hoy constituye un escándalo negativo evidente que quienes presiden la Iglesia, actuando como jefes y tiranos quieran mantener estas estructuras y leyes (Mc 10, 42ss y paral.). Comparto el diagnóstico de un obispo español en estos días de coronavirus: “El olvido de la frescura del Evangelio nos ha hecho caer a muchos, -obispos, sacerdotes, personas de vida consagradas y también al laicado- en una amnesia pastoral de los orígenes, ataviados por una estructura, que como hormigas hemos ido construyendo en el tiempo y, que pensábamos segura y casi eterna. La verdad es que llevamos años apeándola con remiendos y parches inservibles que lo único que hacen es alargar su agonía, antes del desplome total... ¿Es que los dones del Espíritu Santo, que todos hemos recibido, no debían de modelar nuestras vidas?... Volvamos TODOS a la vida comunitaria, Cuerpo Resucitado de Cristo” (RD 10.05.2020 | A. Gómez Cantero, obispo de Teruel y Albarracín). ¡Lástima que se quede en diagnóstico y sólo concrete unos cambios espirituales, pero no “estructurales”!
Leganés, 21 mayo 2020