Mejor sería decir: “el sacramento del Bautismo configura con Cristo sacerdote” En torno a “Querida Amazonía” (VII): el domesticado “sueño eclesial” (3)
“La lógica de la misericordia pastoral” no vale para “algunas” leyes eclesiales
| Rufo González
La inculturación de la liturgia (nn. 81-84) choca con leyes eclesiales. Al tratar este tema, “Querida Amazonía” va perdiendo vigor y frenando las sugerencias de los Padres sinodales. Los sacramentos «son un modo privilegiado de cómo la naturaleza es asumida por Dios y se convierte en mediación de la vida sobrenatural... que abraza el mundo en un nivel distinto» (Laudato si, 235). En la Amazonía esta unión de lo divino y cósmico es captada muy bien en los sacramentos (n. 80). Especialmente la Eucaristía ofrece esta unión entre el Resucitado y la materia. Dios, no desdeña nada natural. De aquí que la liturgia pueda incorporar “elementos propios de la experiencia de los indígenas en su íntimo contacto con la naturaleza” y “expresiones autóctonas en cantos, danzas, ritos, gestos y símbolos”. Inculturaciones que ya el Vaticano II había sugerido (SC 37-40, 65, 77, 81). Tras más de cincuenta años, reconoce el Papa, “hemos avanzado poco en esta línea”. No se analizan las causas de tan corto avance.
“Rito amazónico” en nota marginal (buen signo intencional): “en el Sínodo surgió la propuesta de elaborar un `rito amazónico´” (n. 82) Sin valoración. No sabemos si Francisco apoya la propuesta. El silencio deja la incógnita de si comparte su puesta en marcha. Sólo recomienda que la celebración dominical use la sabiduría popular de la Amazonía sobre la gratuidad y la contemplación (n. 83).
En la administración de los sacramentos debe regir “la lógica de la misericordia pastoral”, expuesta en la Exhortación postsinodal “Amoris laetitia”(nn. 307-312). Sólo se dan unas orientaciones generales: no negarlos nunca por dinero, y que la disciplina sacramental “no juzgue ni abandone” a las personas de buena voluntad (n. 84). Nada se dice de otras barreras objetivas a la accesibilidad de los sacramentos. En concreto, la exigencia de que los ministros de los principales sacramentos deben ser célibes y varones. Cuando todo el mundo sabe que esta norma impide la celebración de la Eucaristía y otros sacramentos en infinidad de comunidades. Además esta norma se contradice con la cultura de la familia y la soltería en estos territorios y con el hecho indiscutible de que las mujeres son las más comprometidas en la sociedad y la Iglesia. Se pide “misericordia” ante las barreras locales y culturales de la sociedad, pero se es inflexible ante las barreras impuestas por leyes eclesiales, tan culturales y movibles. Aquí no hay misericordia que valga. “Con la iglesia hemos dado, Sancho” (c. IX 2ª p. del Quijote), aunque no aplicado al templo del Toboso -al que se refería Cervantes-, sino a la institución eclesial, cuya pretensión de absolutismo en sus leyes resulta hoy insostenible cultural e incluso humanamente.
“La inculturación de la ministerialidad” es tan necesaria como la encarnación de la espiritualidad, la santidad y el Evangelio mismo. Se reconoce como indiscutible la precariedad pastoral en la Amazonía. Cita como causas: la vastedad del territorio, los accesos difíciles, la variedad cultural, los conflictos sociales y la reclusión voluntaria de algunos pueblos. Se silencia una causa objetiva evidente, denunciada infinidad de veces: la ley de la Iglesia latina sobre la idoneidad de los ministros de los sacramentos. Ley que exige a los candidatos a presbíteros y obispos el celibato y la masculinidad. La precariedad pastoral “no puede dejarnos indiferentes y exige de la Iglesia una respuesta específica y valiente” (n. 85). La respuesta del Papa en la Exhortación es todo menos “específica y valiente”.
“Se requiere lograr que la ministerialidad se configure de tal manera que esté al servicio de una mayor frecuencia de la celebración de la Eucaristía, aun en las comunidades más remotas y escondidas”, afirma rotundamente. Pero también para el cuidado pastoral de la comunidad con “la sensibilidad y las culturas amazónicas” (n. 86). Señala el Papa que “la vida y el ejercicio del ministerio de los sacerdotes no es monolítico, y adquiere diversos matices en distintos lugares de la tierra” (n. 87). No dice nada sobre los matices. Bien podría, al menos, destacar el gran matiz diferente en la disciplina celibataria entre la iglesia oriental y occidental. Las dos disciplinas son igualmente legales. Su silencio prepara el “pasar de largo” también sobre las humildes propuestas que hará el Sínodo, y Francisco no se atreve a apoyar.
Expresa la doctrina tradicional sobre el sacramento del Orden, “lo específico del sacerdote”: “El sacramento del Orden sagrado configura con Cristo sacerdote”. “Ese carácter exclusivo recibido en el Orden, lo capacita sólo a él para presidir la Eucaristía. Esa es su función específica, principal e indelegable”. “Esta función no tiene el valor de estar por encima del resto, sino que «está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo». El sacerdote es signo de “Cristo cabeza”, fuente de la gracia, cabeza de la Iglesia «porque tiene el poder de hacer correr la gracia por todos los miembros de la Iglesia»” (n. 87). La Eucaristía y la Penitencia (con Unción de los Enfermos, para el perdón de los pecados) son “el corazón de la identidad exclusiva” del sacerdote. (n. 88).
El Papa no aborda la clericalización o sacerdotalización de los ministerios. Pero, con la teología tridentina usada, potencia, aunque no lo pretenda, el clericalismo y el mito del sacerdote. En vez de que “el sacramento del Orden sagrado configura con Cristo sacerdote”, sería mejor decir que “el sacramento del Bautismo configura con Cristo sacerdote”. En el Nuevo Testamento no hay más sacerdote que Jesucristo. El único documento que interpreta la vida de Jesús como “sacerdotal” es la Carta a los Hebreos. Y habla de un solo sacerdote, Jesús: "tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se aceran a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos” (Hebr 7, 24-25). En otros textos del Nuevo Testamento en los que se habla de sacerdocio es para atribuírselo a Pueblo de Dios: todos los fieles forman un “sacerdocio santo, real” (1Pe 2,5.9; Apoc 1,6; 5,10; 20,6). El oficio de obispos y presbíteros es un “ministerio” o “servicio” a toda la Iglesia, que es “un reino de sacerdotes” (Apoc 5,10), nacidos en el bautismo.
El Nuevo Testamento no contribuye a mitificar la figura del sacerdote como un hombre “sobrehumano o extraterrestre”, “otro Cristo”, dotado de poderes exclusivos. Los que ejercen ministerios en la Iglesia son “trabajadores entre vosotros, presidentes y amonestadores” (1Tes 5,12; Hebr 13,17); “diaconía” y “cooperadores” (1Cor 16, 15-16); “presbíteros” (1Pe 5,1), “epíscopos” -supervisor-, “diáconos” -servidores- (Flp 1,1). La organización de las primeras comunidades no era sacerdotal. En los siglos segundo y tercero, para combatir algunos peligros de la herejía gnóstica, se inició un cambio que no responde al sentir del Nuevo Testamento: organizar las comunidades cristianas con categorías sacerdotales del Antiguo Testamento. Los clérigos se apropiaron de atributos aplicables a toda la Iglesia: clero (suerte, porción, participación), linaje elegido, sacerdocio regio... Los servidores más significativos de la comunidad se atribuyeron el título de “sacerdotes” en distintas escalas, asumiendo el señorío de la comunidad. Contra el evangelio, se llamaron reverendos, monseñores, prelados, excelencia, eminencia, beatitud, santidad... El afán de poder y exaltación no ha tenido límite. Ahí siguen con sus títulos en documentos y en el trato eclesial. Trato y títulos vergonzantes para un seguidor de Jesús de Nazaret. Poco debe importarles el que estén prohibidos en el Evangelio. Tan quisquillosos en otras cosas, por ejemplo, con la admisión de la mujer a ciertos ministerios porque no consta de modo expreso en el Nuevo Testamento o en los Padres de la Iglesia, aquí la evidencia no les arredra en absoluto. Sorprendente, al menos.
Leganés (Madrid), 4 junio 2020.