El Papa escucha al cardenal Sarah: “Suplico humildemente al Papa Francisco que nos proteja definitivamente de esta posibilidad vetando cualquier debilitamiento de la ley del celibato sacerdotal, ni siquiera restringiéndolo a una u otra región” “El Señor sabe hacer que vuestro grito esté presente en la sala del Sínodo”

Los Papas siguen prefiriendo la Ley antes que el Evangelio (3)

Es evidente que el papa Francisco, aunque critica el clericalismo, quiere mantener uno de sus pilares: el celibato-ley. Lo era para san Pablo VI, su “maestro”. En su encíclica “Sacerdotalis caelibatus” (a. 1967), intentó blindarlo. Este es su inicio: “El celibato sacerdotal, que la Iglesia custodia desde hace siglos como perla preciosa…” (o.c. n. 1). “Debe todavía hoy subsistir la severa y sublimadora obligación. Y, si la áurea ley del sagrado celibato debe todavía subsistir, ¿con qué razones ha de probarse hoy que es santa y conveniente?” (o.c. n. 3). El celibato es el reino de los cielos, “la perla fina o preciosa” (Mt 13, 45: kaloùs margarítas). Y el celibato-ley es `áurea ley´, la llamada “regla de oro” evangélica (Lc 6,31; Mt 7,12).

Creo que el celibato sería “aureola” auténtica del ministerio si fuera opcional, libre, durante toda la vida de los servidores eclesiales. Pero, todos sabemos que tal aureola está opacada por la obligatoriedad esclavizante. Obligación que viene reventando en abusos de menores y adultos, en doble vida de varios clérigos, en mujeres invisibles, en hijos convertidos en sobrinos, en abandono del ministerio, en apego a la riqueza, al poder y al dominio, en alcoholismo, en depresiones, amargura, acedia…

Francisco sabe que el celibato-ley, desde que existe, ha sido contestado, denigrado y controvertido. Su historia es profundamente tormentosa en todas las épocas. Se lo ha considerado como una forma de elevarse sobre los demás en pureza, en dignidad y en poder incontrolable. La gente lo percibe en las categorías, los títulos y las vestimentas que se han dado a sí mismos los dirigentes eclesiales. No es normal en nuestro tiempo que, los que se dejan llamar Santidad, Beatitud, Eminencia, Excelencia…, prediquen al Jesús que “se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,7s). Y lo mismo cabe decir de los trajes pintorescos, símbolos de poder, adornos innecesarios… Y de las ceremonias teatrales, adornadas con todo tipo de autoridad (militar, civil, asociativa…), donde no importa la fe ni el seguimiento de Jesús, sino la mundanidad pura y dura.

Es curioso que nada de esto se discuta en el Sínodo. Es signo claro de esta mentalidad supremacista, de “elevación clerical” sobre las “ovejas”, los guiados y mandados… Los que enseñan, guían y mandan, y los que escuchan, son guiados y obedecen. Aquellos son voz y representantes de “Dios” y éstos no representan a nadie. En la praxis eclesial brilla la negación de la fraternidad. Sigue en pie la tesis, atenuada por las formas, de san Pío X: “La iglesia es por esencia una sociedad desigual, es decir, una sociedad que contiene dos categorías de personas, los pastores y el rebaño, los que ocupan un rango en los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles: Y estas categorías son de tal manera distintas entre ellas que sólo en el cuerpo pastoral residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad; en cuanto a la multitud, no le compete más deber que dejarse conducir, y como rebaño dócil, seguir a sus pastores” (encíclica Vehemente, Nos. 1906).

Deben creer que esta actitud clerical simboliza el pensamiento de Jesús: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” Mt 20,25-28). “Vosotros no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23,8-9).

El sistema clerical está tan arraigado que es imposible, si no se cuenta con el plácet del que preside la Iglesia, tratar un tema decisivo. Un ejemplo claro es la carta que la Federación Latinoamericana de sacerdotes casados, firmada por su presidente, Sebastián Cózar, dirigió al Secretario del Sínodo, cardenal Mario Grech (RD 29.08.2024):

“creemos que sería muy bueno y saludable para la Iglesia que en este encuentro sinodal de octubre próximo se planteara con sinceridad, en un diálogo de fraternidad sacerdotal, el ministerio del sacerdote casado; es decir que el celibato sea opcional y no obligatorio, pensando en el bien de la Iglesia y de la Evangelización… Deseamos que nos tengan en cuenta, que nos escuchen según los deseos expresados por el mismo Sínodo, como hermanos sacerdotes. Queremos dar testimonio de que ser sacerdote y casado es posible y fructífero, como fueron los primeros llamados por Jesús… Pedimos que se permita nuestra participación en el Sínodo para aportar nuestra experiencia, y que de este modo sea posible ir superando todos los temores e incertidumbres”.

La respuesta del cardenal Grech “muestra `aprecio´ por las aportaciones realizadas sobre esa cuestión por la Federación, aunque señala que, `lamentablemente´, llegan tras la publicación del Instrumentum Laboris, aunque destaca que `el Señor sabe hacer que vuestro grito esté presente en la sala del Sínodo´. Lamenta que los integrantes de la próxima asamblea son los mismos de octubre pasado y por tanto `no es posible incluir a otras personas´. Muestra su agradecimiento por `el testimonio´ de quien remite la carta en nombre de la Federación Latinoamericana de Sacerdotes Casados” (RD 22.09.2024).

“El Señor sabe hacer que vuestro grito esté presente en la sala del Sínodo”. Es el consuelo que les queda a los no escuchados. Recuerdo al cardenal Tarancón repetir que “al Espíritu Santo había que ayudarle” para que el Evangelio se realizara. En este tema, lo tiene difícil el Espíritu ante personas endurecidas por el clericalismo, dispuestas a “dar la vida” antes que cambiar esta ley. Han puesto el sistema, el “tinglado” eclesial, por encima del Evangelio. Son servidores del sistema, convencidos de que esta ley es totalmente necesaria para la Iglesia. Sin ella, dijo san Pablo VI, “Sería la ruina. ¿Cree que una ley así de la Iglesia se mantendrá? ¿O se dirá ‘se puede estar casado y ser un buen sacerdote’? Prefiero estar muerto o dimitir”.  A esta tesis se suma nuestro actual Papa: “Pienso lo mismo que San Pablo VI, sólo que con una diferencia: es un santo”. Lo mismo que el cardenal Sarah: suprimir la ley del celibato sería “una catástrofe pastoral, una confusión eclesiológica y una visión enturbiada del sacerdocio” (“Desde lo más hondo de nuestros corazones”, del cardenal Robert Sarah con Joseph Ratzinger. Páginas 73-173). Sólo que éstos creen que sacerdocio y celibato se unen de forma ontológica, no meramente disciplinar. Por ello, en esas mismas páginas, ruega: “Suplico humildemente al Papa Francisco que nos proteja definitivamente de esta posibilidad vetando cualquier debilitamiento de la ley del celibato sacerdotal, ni siquiera restringiéndolo a una u otra región” (pág. 162). Francisco lo está cumpliendo.

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