Cualquier cristiano, sin discriminación sexual, pueda ser representante de Jesús en su “nueva humanidad” El domesticado “sueño eclesial” (y 8): “La fuerza y el don de las mujeres” (C)
“No hay razones teológicas contra el sacerdocio femenino” (Anselm Grün)
| Rufo González
Para Jesús todos podemos ser “sus hermanos y hermanas y madre”, si creemos y vivimos en él, viviendo el amor del Padre. Eso mismo reconoce San Pablo: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,27-28). Desde aquí se entiende la libertad de la Iglesia para investir a todo cristiano, sin discriminación sexual, como representante de Jesús en su “nueva humanidad”. La imagen de “esposo” del Pueblo de Dios es una metáfora utilizada por los profetas para explicar la relación de Dios con sus creyentes. Metáfora también presente en el Nuevo Testamento para explicar la relación de Jesús con su comunidad, con la Iglesia. Pero metáfora meramente cultural, que no implica que quien represente esa función deba ser necesariamente “varón”. Se trata de representar el amor de Dios, que no es varón ni mujer, sino Misterio insondable, que se ha manifestado en Jesús de Nazaret, pero que puede ser manifestado y representado por cualquier otra persona cristiana, ya que “todos somos uno en Cristo Jesús”. La dignidad de “hijos de Dios” está por encima de la identidad sexual. Dicha “dignidad” es el Espíritu Santo que nos habita y capacita para recibir cualquier carisma, según el beneplácito divino.
Esta libertad del Espíritu ha llevado a muchas iglesias cristianas a reconocer vocaciones para diversas tareas o ministerios al margen de la identidad sexual. La Iglesia católica aún no ha dado ese paso. El Papa Francisco cree que no debe darlo, siguiendo a San Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis” (1994). Esta negativa no ha sido “recibida” por gran parte de la Iglesia católica. La insistencia en su reclamación sigue fuerte en todos los ámbitos católicos: popular, intelectual, de hombres y mujeres. No deja de llamar la atención, por escandaloso, el hecho de que las mujeres hoy desempeñen ministerios “de hecho”, pero no se les reconozca “de derecho”. Ni siquiera pueden ser ordenadas de “lector y acólito”, aunque lo ejercen en todas partes. Más aún, la misma exhortación “Querida Amazonía” reconoce que “hay comunidades que se han sostenido y han transmitido la fe..., sin que algún sacerdote pasara por allí, aun durante décadas.., gracias a la presencia de mujeres.. bautizadoras, catequistas, rezadoras, misioneras, ciertamente llamadas e impulsadas por el Espíritu Santo...” (n. 99). Pero no pueden ser ordenadas de diáconos ejerciendo su idéntico ministerio. Es la contradicción en que se mueven los tres últimos números referidos a las mujeres (QA nn. 101-103).
Sólo el varón puede presidir la eucaristía, porque sólo él puede representar el poder y el amor como “esposo de la comunidad”. Añadiendo una razón poco convincente: “porque el Señor quiso manifestar su poder y su amor a través de dos rostros humanos: el de su Hijo divino hecho hombre y el de una creatura que es mujer, María” (n. 101). Como si en Cristo el “poder y el amor” fueran cosas distintas. En nuestra economía cristiana “poder y amor” se identifican. La fuerza o poder de Dios es su Espíritu, cuyo fruto primero es el amor. Jesús, a través de su Espíritu, es quien bautiza, quien preside la eucaristía, quien proclama la Palabra, quien unge, perdona, bendice, consagra para la misión...
No podemos adjudicar “el poder y el amor” de Dios según la condición de género. Lo hace la exhortación: “Así comprendemos radicalmente por qué sin las mujeres ella (la Iglesia) se derrumba, como se habrían caído a pedazos tantas comunidades de la Amazonia si no hubieran estado allí las mujeres, sosteniéndolas, conteniéndolas y cuidándolas. Esto muestra cuál es su poder característico” (n. 101). “Sostenimiento, contención y cuidado” de las comunidades son tareas que pueden desempeñar un cristiano o cristiana que acepta el Espíritu y colabora con los dones de Dios. Por el hecho de que, en la Amazonía y en otros muchos lugares, los realizan las mujeres en mayoría, no quiere decir que sea propio de la naturaleza femenina. En todas partes ha habido y hay personas, de variada identidad sexual o genérica, que han “sostenido, contenido y cuidado” las comunidades cristianas y evitado su derrumbe. Varones heterosexuales y homosexuales han sido y siguen siendo ordenados presbíteros y obispos. Los que se han mantenido y se mantienen en celibato, están animando y dirigiendo comunidades en toda la faz de tierra con las bendiciones de la ley eclesial.
No han corrido la misma suerte los que han optado por el matrimonio: han sido apartados del ministerio por imperativo legal. Es una herida abierta en la Iglesia que esperar ser curada. De hecho hay miles de sacerdotes, algunos obispos, casados que animan comunidades cristianas. La Iglesia los ignora y margina, creando una periferia ilegal por el simple hecho de una ley que no procede del Evangelio ni de la Iglesia primera, y que la cultura actual reconoce como contraria a los Derechos humanos. En dicha periferia “se manifiesta el poder y el amor de Dios”. Ahí están sus movimientos y asociaciones, extendidas por todo el mundo, sus revistas, congresos, su apertura al cambio de la ley. No reconocerlo es hoy un atentado contra el Espíritu Santo: “no apaguéis el espíritu, no despreciéis las profecías. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno” (1Tes 5,19-21). ¿Cuándo querrá la Iglesia más clerical y conservadora oír “desde lo hondo de sus corazones” esta llamada de sus hermanos sacerdotes y obispos a superar esta ley e instalar, a pesar de las dificultades, la libertad evangélica?
Por supuesto que hay que “alentar los dones populares que han dado a las mujeres tanto protagonismo en la Amazonia... y estimular el surgimiento de otros servicios y carismas femeninos, que respondan a las necesidades específicas de los pueblos amazónicos en este momento histórico” (n. 102). Pero no habría que oponerse a que las mujeres “puedan acceder a funciones y servicios eclesiales que requieren el Orden sagrado” (n 103). No parece correcto pedir que las mujeres accedan a funciones y servicios eclesiales... que permitan expresar mejor su lugar propio... con estabilidad, reconocimiento público y envío del obispo, incidiendo en la organización, en decidir y guiar, “pero sin dejar de hacerlo con el estilo propio de su impronta femenina” (n 103). Lo mismo habría que pedir respecto al otro género. Jesús no concretó las funciones y servicios eclesiales de acuerdo con la “impronta” de género. La única “impronta” es el sello del Espíritu: “después de haber escuchado la palabra de la verdad -el evangelio de vuestra salvación-, creyendo en él, habéis sido marcados con el sello del Espíritu Santo prometido. Él es la prenda de nuestra herencia, mientras llega la redención del pueblo de su propiedad para alabanza de su gloria” (Ef 1,13-14).
Si “no hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, ¿cómo puede asignarse “lugar propio” a la mujer, defender un “estilo propio de su impronta femenina” en la Iglesia? En el fondo, la Iglesia, en sus niveles jerárquicos, no se ha desprendido del patriarcalismo romano y medieval. Hoy no puede aceptarse que la diferencia biológica sea determinante de primacía ante Dios y ante el Evangelio. La mayoría de biblistas y teólogos no admiten la exclusión de las mujeres del ministerio ordenado como voluntad expresa de Jesús. “No hay razones teológicas contra el sacerdocio femenino”, acaba de declarar Anselm Grün (RD 03.07.2020). Los ministerios fueron organizados por la Iglesia, en el Espíritu de Jesús, según sus necesidades (He 6, 1ss), sus tiempos y la cultura de la época. Esta es la “tradición viva” que se ha hecho y que debe seguir hoy haciéndose sinodal y creativamente para responder a nuestra generación con el Evangelio de Jesús.
Jaén, 2 de julio 2020