La diócesis de Maracay conmemora el nacimiento de su segundo obispo Centenario de monseñor Feliciano González Ascanio
"La diócesis de Maracay se prepara para conmemorar el centenario del nacimiento de su segundo obispo, Feliciano González Ascanio"
"Merecido homenaje a un hombre de recia estirpe cristiana recibida en el hogar junto a sus tres hermanos, a los que les inculcaron virtudes humanas y valores trascendentes, que plasmaron en la vida pública, civil y eclesiástica"
"Piadoso, de fe profunda y amor a la Iglesia y al país, pues se identificaba con todo lo popular, por lo que la gente lo sentía suyo. Sus exequias fueron solemnes, llorado por el pueblo, admirado por autoridades y el mundo laboral"
"Piadoso, de fe profunda y amor a la Iglesia y al país, pues se identificaba con todo lo popular, por lo que la gente lo sentía suyo. Sus exequias fueron solemnes, llorado por el pueblo, admirado por autoridades y el mundo laboral"
La diócesis de Maracay se prepara para conmemorar el centenario del nacimiento de su segundo obispo, Feliciano González Ascanio. Merecido homenaje a un hombre de recia estirpe cristiana recibida en el hogar junto a sus tres hermanos, a los que les inculcaron virtudes humanas y valores trascendentes, que plasmaron en la vida pública, civil y eclesiástica, en la que sobresalió la sensibilidad social y la defensa de la libertad y la democracia.
“Fue un inquieto trabajador que siempre tuvo palabras de amor y aliento para los necesitados y los trabajadores. Fundador de la Juventud Obrera Católica, constantemente estuvo al lado del que sufría y de los desvalidos, de allí el emblema de su escudo “hijo del trabajador” a semejanza de Cristo”.
Me limitaré en esta crónica menor a evocar algunas anécdotasde su vida en las que tuve la dicha de ser testigo. Nativo de Guatire, donde vio la luz del día el 20 de marzo de 1921, estudió en el Seminario Interdiocesano de Caracas bajo la conducción de los Padres de la Compañía de Jesús, en los azarosos años de los años 30 y 40 del siglo pasado. Ordenado sacerdote, el 24 de octubre de 1943, año en el que también recibieron el sacramento del orden, los presbíteros José Alí Lebrún Moratinos y Miguel Antonio Salas.
Recuerdo su estampa, cuando celebraba la eucaristía, de vez en cuando, en la Basílica de Santa Teresa por su amistad con Mons. Hortensio Antonio Carrillo, párroco de esta céntrica y concurrida iglesia. Nos llamaba la atención a los monaguillos, su cercanía y bonhomía. Rebosaba juventud y entusiasmo. Conversador, nos preguntaba y contaba deliciosas anécdotas del agrado de nosotros. Hacía referencia a su trabajo con los obreros y la urgencia de que contaran con organismos que defendieran sus derechos. Asuntos que oíamos sin entender mucho de qué se trataba.
Años más tarde, oí decir que le suministró al Arzobispo Arias Blanco las ideas para las pastorales del primero de mayo, festividad de San José Obrero, instituida por el Papa Pío XII en 1955. Probablemente tuvo parte en la redacción de la más famosa, la de 1957, que significó un duro golpe para la dictadura perezjimenista.
Su preocupación como obispo por el cultivo de las vocaciones sacerdotales fue una de sus prioridades. Su amistad con Mons. Salas, lo llevó a confiarle los seminaristas maracayeros para cursar en el Seminario Menor San José de Calabozo, al que visitaba con frecuencia para estar con ellos y tener largas conversaciones con el obispo. Le decía que tenía diligencias en Caracas y decidió darse una vueltecita por Calabozo. Como buen noctámbulo, porque no tenía hora fija para ninguna de sus obligaciones, cuando se retiraba Mons. Salas a dormir, me tocaba acompañarlo y aprender de su rica experiencia hasta medianoche.
Años más tarde, disfruté de la amistad de él con Mons. Lebrún. Se trataban como hermanos y le brotaba su buen humor y sus apreciaciones sobre la vida del país. Admiraba mucho a los Papas y tenía predilección por Juan XXIII, quien lo había nombrado obispo y lo trató en la primera etapa del Concilio Vaticano II. Participó como padre conciliar en las cuatro sesiones del magno acontecimiento. Tempranero para el descanso nocturno, el cardenal Lebrún le decía: Feliciano, ahí tienes mi biblioteca y la televisión. Yo me voy a dormir. Mañana nos vemos.
Promotor inicial de la causa de beatificación de la Madre María de San José. En ella vio refulgir la santidad que la convirtió en la primera venezolana elevada a los altares. Sencillo y desprendido, su preocupación visitar a los sacerdotes, buscar recursos para muchas obras, entablar sesiones de trabajo con el mundo civil a todo nivel. Imprevisible en el control del tiempo, se adaptaba a las necesidades del momento.
Piadoso, de fe profunda y amor a la Iglesia y al país, pues se identificaba con todo lo popular, por lo que la gente lo sentía suyo. Sus exequias fueron solemnes, llorado por el pueblo, admirado por autoridades y el mundo laboral. Fue un gran obispo, cuya huella ha quedado plasmada en obras materiales, pero sobre todo, en la impronta misionera de su apostolado. Recordarlo es hacer memoria viva de lo que debe ser un pastor con olor a oveja.
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