Enamorarse no siempre es amar (Meditación para parejas)
Se llamaba Flavia y era una joven escultural. Vestía sus dieciocho años con escasez y atrevimiento. Sabía del tirón de su cuerpo e intentaba enjaretarme como un camafeo. Conquistar a un muchacho inexperto era pan comido para aquella chica vivaz. Con mis veintidós años creí que aquella morenaza era el amor de mi vida. Mi cuerpo la retrataba con toda clase de aceleraciones. Enorme era el esfuerzo para no ceder a la gula de devorarla.
Fue mi primer enamoramiento, si así puede llamarse aquella fiebre primera. Veía por sus ojos, la defendía, la valoraba, a pesar de su superficialidad. Su coquetería la hacía acortar sus faldas al ritmo que abría sus escotes. Se mostraba segura, atrevida y dominante. Yo le seguía como un pelele embrujado. Pero me resistía a viajar sus valles y colinas con la premura que los hervores de mi cuerpo solicitaban. Al fin y al cabo yo era un joven de principios y los efluvios íntimos debían quedar para después del matrimonio.
Poco a poco me fui dando cuenta que tenía fiebre, fiebre Flavia. Recordé que la responsabilidad y el respeto son previos a toda expresión corporal.
Después llegó Alba. Su dulzura azul y su melena rubia me cautivaron desde el primer momento. No sé qué me gustaba más si la suavidad de su voz o su mirada embriagadora. No era jovencísima, ni atrevida, ni escultural, pero embelesaba mis sentidos. Su elegancia, su tono de voz, su melena cuidadosamente peinada, sus tacones, sus selectos adornos y vestidos, hasta su perfume y su cadencia al andar me cautivaban. Sus caricias y arrullos me hacían flotar como una nube.
Con algunos años más y la discreción de Alba era más fácil mantener el instinto varonil en segundo plano. Mi sensibilidad se sentía confortable, nada en ella chirriaba. Hablábamos del tiempo, del trabajo, de la moda o el cine sin concordancias esenciales, sin más profundidad. Pero aquella golosina me hacía sentirme orgulloso y cómodo. Otra vez me sentí perdidamente enamorado. Ésta sí es -me dije- porque me siento volar cuando la miro, la huelo o la sueño. No tiene nada de buscona y su presencia es suave como una pluma. Es lo más parecido a la princesa de mis fantasías infantiles y juveniles.
Como nunca he transigido con la falsedad, el reconocer mi verdad me ayudó a tomar distancia, a darme cuenta que otras muchas mujeres me atraían sensiblemente por el mero hecho de ser femeninas. No quise engañarme y seguí buscando la mujer de mi vida, la que de verdad estuviera creada para mí. Yo aspiraba a un amor sin fecha de caducidad. Eso me ayudó muchísimo a ser paciente y proseguir mi búsqueda por el camino de la soledad. No sin sudor, no sin esfuerzo. Pero crecí en madurez, en reciedumbre, en humanidad.
Cuando menos lo esperaba, vencida ya la treintena y metido en la tensa rutina del tráfico laboral, conocí a Luz Marina. Al principio sólo me llamó la atención su rostro, luminoso como su nombre, sin más adorno que su sonrisa. Vestía correctamente, sin exuberancias ni estridencias; su estatura era normal, su porte discreto y su personalidad sencilla, como si pasase por la vida de puntillas para no molestar a nadie. Las primeras conversaciones me fueron desvelando que tras aquellos ojos claros, de color aceite virgen, se escondía una auténtica mujer y una persona cálida, dialogante, alegre, acogedora y honesta. Nada en ella era mentira, no tenía un atisbo de manipuladora coquetería y su cercanía nunca era provocación. A veces se ocultaba tras una fina gasa de espontanea timidez.
Empecé a sentirme lleno de admiración ante aquella mujer, más joven que yo, pero con un aplomo y serenidad envidiables. Sabía escuchar con atención e interés todos los problemas del mundo, sobre todo las confidencias personales, pero nunca caía en el juicio o la maledicencia. Su intuición y comprensión me sorprendían. Apenas le contaba algo, ya había captado su trasfondo. Su dulzura y serenidad me calmaban con su sola presencia, siempre próxima, siempre atenta y servicial. Era como un amigo, como un tesoro vivo y femenino. Sin apenas darme cuenta, sin exageradas atracciones físicas ni apasionamientos deslizantes, me encontré un día amando a aquella mujer desde la hondonada de mi ser. Se me había filtrado hasta el fondo, como nieve en un ventisquero. Fue entonces cuando le dije aquel piropo que me nació como un géiser: “Quiero que tú seas tú, aunque no sea conmigo”. Y aquel otro que hurté a Pedro Salinas: “Quisiera sacar de ti tu mejor tú”.
Después descubrí que había reciprocidad, que aquella mujer estaba anudada a mi alma y compartía mis horizontes interiores. Así que terminé casándome con Luz Marina para toda la vida, seguro de que aquello hondo que yo sentía era amor eterno. Tuve la certeza de que los enamoramientos pasados no habían sido amor, sino pura atracción de la piel, puro sarampión de la sensibilidad, tan fugaz como el fuego fatuo.
Al final me di cuenta que el amor verdadero está hecho de admiración profunda y no sólo epidérmica, que tras esa admiración hay entrega total, altruista, sin restos de egoísmo. Cuando el bien del otro te embriaga de tal manera que lo prefieres al tuyo propio, entonces puede decirse que amas de verdad.
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