La muerte en cruz de Jesús es un signo del amor de Dios. Jesús fue fiel a su misión de establecer el Reino de Dios, como un reino de paz y de justicia con los medios propios de este Reino: la no violencia. Así, Jesús, el Crucificado, entregado al mal, es el icono del Dios invisible, que se hace presente en la pasión y muerte de su Hijo colocándose al mismo nivel nuestro para acogernos y salvarnos. Por la cruz nace una nueva comunidad que supera la ley del tener y la rivalidad, por el del compartir y la solidaridad. Esto significa que estamos ligados los unos a los otros y por tanto, tenemos una responsabilidad mutua. Los otros no son una limitación a mi libertad, sino la posibilidad de su realización. La solidaridad se realiza en el “ser libre para los otros”.
Ante la situación de culpa y rivalidad nuestra, la solidaridad incondicional de Dios como expresión de un amor creador, que se compromete libremente con todo lo creado, Cristo crucificado posibilita de nuevo, con su Pascua, la actitud de la confianza, de la comunicación y del don.
Dios, revelándose en la historia, no permite que la muerte tenga la última palabra sobre el hombre. La muerte y resurrección de Jesús revelan lo definitivo de la fidelidad de Dios manifestada en Jesús y en su entrega a los hermanos, lo que nos posibilita a nosotros, atrapados por el pecado y la desconfianza, a causa de nuestro egoísmo, a tener confianza en Dios y en su fidelidad. La actuación reconciliadora de Dios y su solidaridad con sus hijos coinciden en la cruz.