The last airbender, la pseudoreligión y el timo de las 3-D
Night Shyamalan definitivamente pierde el norte en esta película para adolescentes de inteligencia reducida. Incoherente con su trayectoria fílmica en la que a través de historias simples sabía plantear enigmas profundos - El sexto sentido (1999), El bosque (2004), La joven del agua (2006)- ahora nos enfrentamos a una historia visualmente espectacular pero radicalmente vacía.
En 2005, Nickelodeon empezó a emitir una serie animada original llamada “Avatar: The Last Airbender”. La serie tuvo un importante éxito de audiencia y esto llamó la atención de los estudios de Hollywood que le propusieron a Night Shyamalan llevar a la gran pantalla el proyecto. Paralela a la vez que dependiente del fenómeno Avatar (2009) de James Cameron, la película de Shyamalan propone una serie de contenidos pseudoreligiosos como en su antecesora, así en ella se dan cita espíritus, meditación, avatares, sacrificios, revelaciones y lugares espirituales, aunque si cabe con más superficialidad que en la de Cameron, lo que en sí mismo ya era bastante difícil.
La peripecia previsible y aburrida cuenta la alianza de jóvenes maestros del Aire y del Agua que junto con los de la tribu de la Tierra están bajo la amenaza y opresión de la nación del Fuego. El último maestro del Aire será el pequeño Avatar Aang (Noah Ringer) que tendrá como ayudantes a los hermanos Katara (Nicola Peltz), joven y sacrificada maestra, y el valiente Sokka (Jackson Rathbone) que son del pueblo del Agua. En el lado de los malísimos estarán el rey del fuego Ozai y su comandante Zhao. Y en medio, entre buenos y malos, estará su hijo desterrado Zuko (Dev Patel, protagonista de Slumdog Millionaire) y su tío Iroh. Tras librarse las primeras batallas la amenaza se cierne en la continuación.
Las convenciones del niño prodigio y su proceso de aprendizaje, el grupo de acompañantes, el desciframiento de mapas, claves y revelaciones y las luchas desiguales resultan de un planteamiento infantil que se agudiza con unos diálogos de tono misticoide que ridiculizan conceptos tan profundos como el ahimsa o el cultivo de la meditación. Con lo que asistimos a una presentación superficial de lo religioso que se confunde con una fantasía caótica y una simplificación que huye del sentido y la profundidad.
Si un mérito tiene esta propuesta es mostrar de forma diáfana hasta que punto son un engaño comercial las 3D. Lo espectacular de algunas secuencias con los efectos del agua, el aire, la tierra y el fuego no pueden ocultar que estéticamente no resulta el invento. El pretendido realismo de las tres dimensiones no sólo altera lo real sino que quita belleza a la representación. La profundidad de campo, al contrario de lo que cabría esperar, se pierde, los desenfoques quitan elocuencia a la imagen y las superposiciones hacen que la animación tenga mucho más futuro que el engendro tridimensional. Dicho más claramente, esta estratagema para ganar público y dinero, o mejora mucho técnicamente para ofrecer profundidad y belleza o la gente terminará por darse cuenta que es mejor ver la versión normal y ahorrarse los hasta cuatro euros que puede costar el suplemento. Y The Last Airbender sirve de ejemplo para confirmar lo dicho.
Los que consideramos que Shyamalan es un buen director capaz de profundidad y elocuencia singificativa tememos la segunda parte anunciada y esperamos que el desastre de taquilla nos lo evite. Lo que podemos decir parafraseando a Goucho Marx es que nos ha gustado la película, especialmente cuando terminó. Opinión que por otra parte ha sido casi únanime en la crítica mundial.