18 diciembre: María de Buena Esperanza
Fue en el año 656 cuando fijó la fecha el Concilio de Toledo, invitando a celebrar a la Madre ocho días antes del nacimiento del Hijo.
Lo podemos comprobar en la documentación histórica de los concilios, en el tomo II del famoso Mansi, col. 33 y 34. Era una decisión para la iglesia en España, pero inspirada, si damos crédito al texto latino, en tradiciones lejanas de iglesias orientales.
A quienes somos mucho más conservadores de lo que parece a ojos de quienes nos consideran “dinosaurios progresistas” nos apetece esta semana cambiar de canal de la vernácula al latín y saborear las antífonas gregorianas que originaron el castizo apelativo de María de la O, para cantar que María está de buena esperanza: O Sapientia, O Adonai, O Radix Jesse, O Emmanuel...!
María de O, María esperanzada y de buena esperanza, María, la de la purísima gratuidad, la de la capacidad de arriesgarse a prometer en medio de incertidumbre.
Riesgo en la promesa: porque María ya está embarazada (y, por cierto, no milagrosamente) cuando el ángel la anima diciendo que “el Altísimo la cubrirá con su sombra” (en el budismo, la expresión “bajo su sombra” connota, “al amparo de Buda”, y en la Biblia, a la sombra de la Ruah creativa).
Pero María vive la incertidumbre y el riesgo de no saber si José acogerá a su novia, una vez la vea embarazada. Riesgo de esperar en incertidumbre, como en el Stabat Mater, porque la madre al pie de la cruz no tiene de antemano pruebas de lo que pueda significar un mundo de resurrección y vida eterna en el seno de la Vida de la vida.
Tanto María de la Anunciación como María de la Soledad son Marías de la “O”, esa “Oh” de admiración con que cantaban las antiguas antífonas el adviento de “buena esperanza”. No son canto de cuna adormecedor de una fe como escapismo. Son más bien una “Oh” de esperanza arriesgada, incierta y atrevida que da el salto de prometer y esperar, no apoyándose en el tranmpolín de las pruebas, sino en el riesgo de la fe.
Lo podemos comprobar en la documentación histórica de los concilios, en el tomo II del famoso Mansi, col. 33 y 34. Era una decisión para la iglesia en España, pero inspirada, si damos crédito al texto latino, en tradiciones lejanas de iglesias orientales.
A quienes somos mucho más conservadores de lo que parece a ojos de quienes nos consideran “dinosaurios progresistas” nos apetece esta semana cambiar de canal de la vernácula al latín y saborear las antífonas gregorianas que originaron el castizo apelativo de María de la O, para cantar que María está de buena esperanza: O Sapientia, O Adonai, O Radix Jesse, O Emmanuel...!
María de O, María esperanzada y de buena esperanza, María, la de la purísima gratuidad, la de la capacidad de arriesgarse a prometer en medio de incertidumbre.
Riesgo en la promesa: porque María ya está embarazada (y, por cierto, no milagrosamente) cuando el ángel la anima diciendo que “el Altísimo la cubrirá con su sombra” (en el budismo, la expresión “bajo su sombra” connota, “al amparo de Buda”, y en la Biblia, a la sombra de la Ruah creativa).
Pero María vive la incertidumbre y el riesgo de no saber si José acogerá a su novia, una vez la vea embarazada. Riesgo de esperar en incertidumbre, como en el Stabat Mater, porque la madre al pie de la cruz no tiene de antemano pruebas de lo que pueda significar un mundo de resurrección y vida eterna en el seno de la Vida de la vida.
Tanto María de la Anunciación como María de la Soledad son Marías de la “O”, esa “Oh” de admiración con que cantaban las antiguas antífonas el adviento de “buena esperanza”. No son canto de cuna adormecedor de una fe como escapismo. Son más bien una “Oh” de esperanza arriesgada, incierta y atrevida que da el salto de prometer y esperar, no apoyándose en el tranmpolín de las pruebas, sino en el riesgo de la fe.