Extraido de "Trazos de evangeliio, trozos de vida" (PPC) Tocar el manto de Dios (Domingo XIII)

Tocar el manto de Dios   (Domingo XXX)
Tocar el manto de Dios (Domingo XXX) José

El manto de Dios cubre toda la tierra, la protege, le da calor y la anima. Lo hace de un modo tan discreto que pasa desapercibido, aunque para el creyente es respiración constante que se traduce en alabanza y se recibe como bendición. Estar al amparo del manto divino y de su sombra es aspiración del hombre que tiene sed de vida y de luz en medio de las dificultades y las oscuridades de la historia.

Tocar el manto

 Tocar su manto es fuente de serenidad y paz, de consuelo y fuerza para seguir caminando, hasta para nacer de nuevo. El que lo descubre, se deja cobijar por él y lo toca, queda sanado para siempre con una luz interior que nada ya se la podrá quitar. Dichosos los que pueden acceder a él en la gratuidad del encuentro, en la oscuridad de la noche o en la fatiga de la existencia.

Inma tocada por Dios

Inma comenzó su relato de intimidad profunda que ella proclamaba a los cuatro vientos, porque se sentía tocada por Dios. Ella no entendió la muerte de su padre y no aceptaba el proceso vivido.  Todo se desencadenó en un mes. Le parecía injusto, a la vez que sufría porque en el duelo ella se había puesto como un muro –recurso de la mente- y no sentía nada con respecto a la ausencia, como si hubiera sido una liberación por los problemas de la adicción. Pero a la vez sintiendo una injusticia total todo lo que había ocurrido. Eso le había apartado del sentimiento creyente en el que se había educado.

Hace dos años, se siente mal y le diagnostican un cáncer de colón. Comienza la lucha con la enfermedad, al comienzo intenta vivir olvidándola. Pero el pijama en el hospital y la intervención, de la que sale con bolsa añadida para poder seguir adelante, le derrumba. Entra en una depresión muy fuerte.

En este contexto ella va al templo cercano que tiene en la ciudad, el de los salesianos, va ella sola y a horas que no hay nadie. Pasa allí mucho tiempo y se dirige, en lo oculto, al Dios de la vida – en su pueblo el Cristo de la Paz-. Llora y llora junto a él, queriendo tocar su manto. Le pide ganas de vivir, frente a la depresión, quiere alguna señal de protección y ánimo, en su debilidad total. Poco a poco se va reconfortando y va encontrando su ánimo, su vitalidad. Siente la reconciliación con Dios, pero sobre todo la sanación de su interior. No se trata sólo de que ya han podido anular la bolsa y reconstruir su organismo para seguir existiendo, sino que algo nuevo ha surgido en su interior. Me dice que hasta podría decir, aunque no se pueda entender literalmente, que ha merecido la pena lo que ha vivido porque ha logrado la consciencia. Se ha hecho consciente de la vida y su valor, de lo más auténtico y verdadero. De la gratuidad total de cada momento vivido y de cada posibilidad abierta en el día a día.

La fe de los sencillos

La fe pertenece a la libertad de los sencillos y los vulnerables. Conmueve contemplar todo lo que existe bajo el hacer de la creación y el cuidado todopoderoso y anónimo de Dios. El pueblo de Israel, desde su mayor debilidad y en la vulnerabilidad de su historia, hace credo de esta verdad amorosa y protectora de Dios que se hace patente en el vivir de cada día, cuando proclama que todo lo que existe es posible porque Dios lo quiere. El dogma de fondo de ese credo fundante es sencillo: “Dios que ama la vida”.

El pueblo ha experimentado esa verdad de fe en su propio origen, ellos saben que no los eligió el Señor porque fueran un pueblo grande y numeroso, sino más bien por todo lo contrario. Para que así quedara claro que su historia lo era de amor gratuito y no de fuerza y poder humano. Los profetas lo siguen subrayando, mostrando las entrañas de Dios, los sentimientos de cuidado y la promesa de un reino, que venía y se daba a los más pobres, débiles e ignorantes, a los más sufridos, ciegos, cojos, viudas, huérfanos, extranjeros, mujeres en soledad…

Jesús de Nazaret, entra por esa puerta de aproximación de lo humano, por el manto de la encarnación, que envuelve la divinidad en la limitación y en el dolor de la criatura, para tocarla, sanarla y salvarla: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Desde la realidad de la encarnación todo queda tocado por Dios, nada le es ajeno, su manto se ha hecho carne y sangre para que nada quede lejano. Ahora todo es prójimo y próximo.

La vida de Jesús, treinta años oculta y en poco tiempo pública, ha mostrado el silencio y la fecundidad del amor de Dios que quiere que todo el mundo se salve y que prefiere a los sufrientes más silenciosos de la historia. Ellos tienen acceso directo para poder tocarle en momentos y circunstancias que nadie sospecha. No es cuestión de magia o promesas articuladas de fantasía, sino de una relación interior, profunda, mistérica de amor, que no está regulada, ni controlada por nada ni por nadie, se da en la libertad interior del que busca en el dolor y en la oscuridad, en el encuentro con el espíritu del resucitado que se mueve dónde y cómo quiere.

Evangelizar la religiosidad popular tiene mucho de escucha atenta para dejarnos tocar nosotros por todo lo que hay de manto cristológico en los que la viven. No se puede evangelizar esa actitud y esos sentimientos si no recogemos, sagradamente primero, todo lo que en ellos hay de sencillez, vulnerabilidad, oración, intimidad, con sus experiencias propias de sanación, liberación y salvación. Así me ha ocurrido hoy a mí cuando recibía a esta persona para una cuestión de regulación sacramental y su relato me adentró en el espíritu de Cristo de un modo singular, ella se hacía testigo del Resucitado para mí. No hay duda de que ese proceso debe ser confirmado y celebrado.

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