Enterrar a la madre
Cuando una persona tiene ciertas habilidades de comunicación no le es difícil impactar en el interlocutor al que se dirige. Cuando de quien habla es de su madre (recién fallecida) habla desde el corazón y es, todavía, menos difícil llegar al corazón del otro y provocar alguna lágrima. Y hasta un mar de lágrimas.
Los anteriores son gestos que no quiero menospreciar. Hablar desde el corazón y conectar con el corazón del otro tiene su mérito. Y un mérito importante. Pero el GRAN mérito es cuando ese impacto te remueve por dentro; cuando te pone frente a ti mismo y te habla del sentido de la vida; cuando percibes que te transmite una gran paz interior; cuando sientes que al hablar de su madre hace presente el recuerdo de la tuya.
Ayer asistí al funeral de una madre que fue presidido por su hijo. Dio las gracias por la vida que le había dado y por los valores que le había transmitido.
Su vida había estado caracterizada por la gratitud. Se había pasado la vida sembrando y ahora, de vuelta a “la casa”, le había llegado el momento de recolectar.
Su hijo habló desde el corazón y tocó los corazones de los asistentes. Pero habló, también, desde la fe. A través de una gran lección de teología apasionó con su apasionamiento. Transmitió la convicción de que creía lo que decía. Porque vivía la muerte de su ser más querido como una fiesta de dolorosa alegría. Y porque emanaba de él un gozo profundo que olía a FE.
Los que creemos que la muerte no es el final sino el momento de recolectar somos unos privilegiados. Privilegiados de creer. Privilegiados de estar rodeados de gente que cree y lo transmite.
Cuando ante la muerte de un ser querido te acompañan familiares y amigos ese momento se vive de otra manera. Y si, además, hay una fe compartida la satisfacción que se vive y la paz interior que se percibe son indescriptibles.