¿Catolicidad de las personas o de la universidad?
“Lo católico” acarrea problemas en el ámbito universitario. Cuando se confunde la misión de una universidad con las exigencias de la religiosidad cristiana, es la propia catolicidad de las universidades la que termina desprestigiándose. Pero “lo católico” puede contribuir efectivamente a la búsqueda de la verdad, objetivo y sentido de todas las universidades. Puede, cuando en “las católicas” se articulan debidamente la fe y la razón.
Cuando se hace depender la catolicidad de una universidad de la adscripción o devoción religiosa de sus alumnos y, sobre todo, de sus profesores, la universidad se enferma. Menciono tres patologías. Dos típicas: la simulación y la exclusión. En lo inmediato, la invocación religiosa de “lo católico” puede generar exclusión. Esto comentan en las universidades los académicos que temen ser mal mirados, o efectivamente lo son, porque no creen en Dios, no son cristianos, tienen otro credo o no están a la altura de la doctrina de la institución. Por ejemplo, hay personas que temen no obtener la titularidad si se separan y, peor aún, si se casan de nuevo. En las “católicas” ocurre también que académicos lucen su catolicismo para congraciarse con el establishment. Esta simulación es penosa, pero además enrarece las relaciones entre las personas, crea sospechas, genera odiosidades.
A mi juicio estas enfermedades afectan la catolicidad de las universidades católicas porque contaminan su misión. Una universidad no puede ser católica si no estimula el ejercicio libre de la razón sin el cual se hace imposible llegar a la justicia y la paz social, objetivo último del quehacer universitario en la sociedad.
El principal documento eclesial sobre el tema destaca que la misión de toda universidad es la búsqueda de la verdad (Ex Corde Ecclesiae, 30). Las universidades católicas, a este respecto, no debieran invocar título privilegiado alguno. De hacerlo, atentarían contra su propia certeza teológica: la Iglesia cree que el Padre de Jesucristo es el Creador de la razón humana, razón de la que todas las personas gozan independientemente de su credo. De aquí que las universidades católicas debieran entender que, de acuerdo a la misma fe cristiana, su búsqueda de la verdad no es mejor ni peor que la de los demás, sino que se caracteriza por subrayar la necesidad del diálogo y del amor de la humanidad consigo misma, lo cual se consigue con aprecio de la diversidad cultural y sujeción a los métodos que sin daño de nadie la ciencia se da a sí misma. Las universidades cristianas, por esta razón, debieran ser espacios para aquella libertad de pensamiento que es posibilitada por una neta distinción de los planos de la fe y la razón que, paradójicamente, despeja el camino para una convergencia entre ambas. En estas universidades, los católicos no debieran pretender encontrar la verdad sin los no católicos. Se incurriría en un “pecado” en contra del Creador de unos y otros.
Donde hay falta de libertad, se estudia, se piensa, se dialoga y se enseña con dificultad. Por esta razón, el respeto a la conciencia y a la indagación científica, sobre todo mediante una institucionalidad capaz de corregir los posibles abusos, es condición para encontrar esa verdad que solo es tal cuando, por lo mismo, libera las potencialidades de todos y urge un compromiso con todos, especialmente con aquellos que no tienen quién investigue por ellos.
Menciono, por esto, una tercera enfermedad. La peor de todas. En nuestro medio la alianza entre la academia y la empresa privada debiera abrirse a una comprensión de la verdad humanamente más amplia, más humanizadora, que aquella que solo sirve para alimentar el capitalismo. Cuando, por el contrario, esta alianza es sellada con la colaboración de un catolicismo pío y estrecho, la injusticia social se vuelve incontrarrestable. Entonces prevalecen los intereses particulares sobre la búsqueda del bien común, y la opción preferencial por los pobres que debiera distinguir a las “católicas” cede a favor de la formación de los privilegiados de siempre.
Una universidad es verdaderamente católica cuando en ella la fe cristiana favorece la libertad de pensamiento y el compromiso por incluir a los excluidos o a los estigmatizados por su credo o por su vida.
Cuando se hace depender la catolicidad de una universidad de la adscripción o devoción religiosa de sus alumnos y, sobre todo, de sus profesores, la universidad se enferma. Menciono tres patologías. Dos típicas: la simulación y la exclusión. En lo inmediato, la invocación religiosa de “lo católico” puede generar exclusión. Esto comentan en las universidades los académicos que temen ser mal mirados, o efectivamente lo son, porque no creen en Dios, no son cristianos, tienen otro credo o no están a la altura de la doctrina de la institución. Por ejemplo, hay personas que temen no obtener la titularidad si se separan y, peor aún, si se casan de nuevo. En las “católicas” ocurre también que académicos lucen su catolicismo para congraciarse con el establishment. Esta simulación es penosa, pero además enrarece las relaciones entre las personas, crea sospechas, genera odiosidades.
A mi juicio estas enfermedades afectan la catolicidad de las universidades católicas porque contaminan su misión. Una universidad no puede ser católica si no estimula el ejercicio libre de la razón sin el cual se hace imposible llegar a la justicia y la paz social, objetivo último del quehacer universitario en la sociedad.
El principal documento eclesial sobre el tema destaca que la misión de toda universidad es la búsqueda de la verdad (Ex Corde Ecclesiae, 30). Las universidades católicas, a este respecto, no debieran invocar título privilegiado alguno. De hacerlo, atentarían contra su propia certeza teológica: la Iglesia cree que el Padre de Jesucristo es el Creador de la razón humana, razón de la que todas las personas gozan independientemente de su credo. De aquí que las universidades católicas debieran entender que, de acuerdo a la misma fe cristiana, su búsqueda de la verdad no es mejor ni peor que la de los demás, sino que se caracteriza por subrayar la necesidad del diálogo y del amor de la humanidad consigo misma, lo cual se consigue con aprecio de la diversidad cultural y sujeción a los métodos que sin daño de nadie la ciencia se da a sí misma. Las universidades cristianas, por esta razón, debieran ser espacios para aquella libertad de pensamiento que es posibilitada por una neta distinción de los planos de la fe y la razón que, paradójicamente, despeja el camino para una convergencia entre ambas. En estas universidades, los católicos no debieran pretender encontrar la verdad sin los no católicos. Se incurriría en un “pecado” en contra del Creador de unos y otros.
Donde hay falta de libertad, se estudia, se piensa, se dialoga y se enseña con dificultad. Por esta razón, el respeto a la conciencia y a la indagación científica, sobre todo mediante una institucionalidad capaz de corregir los posibles abusos, es condición para encontrar esa verdad que solo es tal cuando, por lo mismo, libera las potencialidades de todos y urge un compromiso con todos, especialmente con aquellos que no tienen quién investigue por ellos.
Menciono, por esto, una tercera enfermedad. La peor de todas. En nuestro medio la alianza entre la academia y la empresa privada debiera abrirse a una comprensión de la verdad humanamente más amplia, más humanizadora, que aquella que solo sirve para alimentar el capitalismo. Cuando, por el contrario, esta alianza es sellada con la colaboración de un catolicismo pío y estrecho, la injusticia social se vuelve incontrarrestable. Entonces prevalecen los intereses particulares sobre la búsqueda del bien común, y la opción preferencial por los pobres que debiera distinguir a las “católicas” cede a favor de la formación de los privilegiados de siempre.
Una universidad es verdaderamente católica cuando en ella la fe cristiana favorece la libertad de pensamiento y el compromiso por incluir a los excluidos o a los estigmatizados por su credo o por su vida.