Desventuras 2ª parte
Con poca luz ya, cenamos un poco apurados porque en la noche hay misa en Nuevo Chachapoyas, un pueblo al que Joshé apoya como agente de pastoral. Confiando en que está acasito mismo, empiezo la bajada muy alegre con mis vaqueros, mi palo y sin mi rodillera, error. Pasó lo que tenía que pasar, esas cosas que, mientras no ocurren, vive uno en la ilusión de que no van a suceder, hasta que la realidad te despierta de un porraso: resbalo, piso mal, siento que mi rodilla se sale por un momento de su sitio, me caigo y ya la tenemos liá.
Conozco ese dolor, son ya muchos años los que llevamos juntos mi rodillita y yo, operada dos veces y experta en percances, derrames, inflamaciones y cojeras. Pruebo a apoyar el pie pero no puedo; procuro pensar con calma y pido a Gloria que avance hasta el pueblo a avisar que "el padre va a llegar tarde" (si es que llega), y a Joshé que vaya a la casa a por mi rodillera. Me quedo solo en medio de la selva, en un lugar bastante escarpado por el que solo cuento con mi cuerpo para desplazarme; "¿qué haré si no puedo caminar? ¿podrán traer una bestia? ¿o tendrían que cargarme entre varios hombres...?".
Entonces apago la linterna y ahí sí rozo un cierto límite. Empapado en sudor y lleno de barro, agotado por tantísima caminata, triste y desamparado, noto que me abandona el ánimo y me quedo sin fuerzas. El pantano de pesimismo que todos arrastramos, donde habitan los fantasmas de nuestra inseguridad y respiran los miedos, esa desolación que está guardada en nuestro sótano siempre al acecho, esa materia enemiga construida de recuerdos, fracasos y desgracias... todo eso se levanta y me rodea, y quiero simplemente que me trague la tierra ahorita mismo.
Los mosquitos me pican en la oscuridad, se escuchan chicharras y los mil sonidos de la montaña. Aparece mi rodillera y con ella me siento más abrigado (¡gracias, Mª José!) y me obligo a plantar el pie e intentar caminar poco a poco, en Nuevo Chacha hay un bautizo. Joshé me ayuda y, con gran esfuerzo y hora y media de bajada después, llegamos. Además de agua, se que necesito un antiinflamatorio, pero la técnica de la posta de salud no está y nadie tiene llave, así que la gente comienza una búsqueda de medicinas que puedan servirme.
Aparte de varios paracetamoles y naproxeno (¿qué será eso?) solo encuentran una ampolla de diclofenaco que está caducada, y yo no puedo evitar acordarme de las cajas de Voltarén que velaron anoche mi sueño en Legía. Al fin alguien trae ibuprofeno, unito, y me lo zampo al toque. Eso me ayuda a celebrar la misa y el bautizo, pero queda otra hora - al menos - de subida de vuelta a casa de Joshé. Allí está mi mochila, en ella siempre llevo pastillitas, y con esa esperanza trato de ignorar el dolor y de nuevo camino y sudo bajo la luz de la luna.
Demasiado quizá para un solo día... Demasiada fatiga, demasiadas cuestas, mucho batallar casi por las puras (para nada). Hemos programado con el cucu, sin medir racionalmente distancias, tiempos y esfuerzos, y nunca podemos calcular los estragos del desaliento cuando las cosas no salen y la gente no acude, aunque la misión también consiste en eso, en darlo todo sin resultado, en agotarse sin eficacia.
Falta contar la noche atiborrado de medicinas, las tres horas de brutal descenso, los bautismos de adultos en San Antonio con la escuelita a full (ahí está la foto) y la peripecia para localizar la llanta en Zarumilla. Ya otro día.
César L. Caro