Ordenación de Ramón Ramírez en Caballo Cocha, capital del Bajo Amazonas (Perú) Un nuevo presbítero amazónico uno-de-los-nuestros

Ramón Ramírez durante la postración
Ramón Ramírez durante la postración Leonardo Vargas

Ramón lleva dos años en esta parroquia. Cuando llegó, sin ser todavía diácono, pidió al pueblo lindo que le enseñaran a ser servidor, a prepararse bonito para el ministerio. Trabaja con los jóvenes, le encanta salir a las comunidades y estar de manera sencilla con la gente, sintoniza muy rápido y bien con los indígenas y con todos porque es de acá, habla el lenguaje del río, maneja los códigos vitales y culturales.

Ese cariño se hizo notar en la liturgia, dotó a la asamblea de una carga emotiva, se percibía una vibración peculiar. El coro lo hizo magníficamente e hizo cantar a todos, permitiendo expresar a la manera popular el agradecimiento y la alegría.

Lo vivimos el pasado sábado 22 de marzo en Caballo Cocha, capital del Bajo Amazonas. Un acontecimiento señero en la vida de nuestro vicariato: un joven hijo de estas tierras, Ramón Ramírez, fue ordenado presbítero convirtiéndose así – Diosito lo quiera – en un shungo, es decir, un pilar, de la Iglesia con rostro y corazón amazónicos que soñamos.

Todo ese día resultó único. Empezando por el lugar, porque el escenario de las anteriores ordenaciones había sido siempre Indiana, donde está la sede y por tanto la catedral del Vicariato. Y lo marco en cursiva para que se olviden de las catedrales al uso, porque esta es una iglesia bien modesta, sucesora de la primera, construida con madera y emponado, y techada con hoja de irapay, como las casas de familia. De modo que Caballo Cocha fue una novedad.

Los viejos del lugar no recuerdan que jamás haya habido allí una celebración de órdenes. Caballo Cocha es una especie de micro-amazonía peruana: pujante ciudad de 25.000 habitantes, pero con todo el sabor del medio rural; acá se cruzan el mundo mestizo flotante (profesores, sanitarios que vienen y van) con barrios enteros indígenas yagua o tikuna; centro neurálgico de negocios turbios como el narcotráfico, establecimientos blanqueadores de plata y enormes problemas de agua y desagüe; carácter fronterizo, paso de todo tipo de mercancías, ocho ¿o nueve? centros educativos, motocarros, corrupción y la epidemia de la pobreza extrema.

Pues ahí llegamos un buen número de misioneros e invitados de diferentes puntos de la geografía vicarial. Y por supuesto, un grupo grande de la familia de Ramón. Él es de Orán, un pueblo grande en la orilla del Amazonas. Su historia es la de un chico de la pastoral juvenil y del centro catequístico que se planteó la vocación, fue al seminario de Iquitos, allá no se sintió del todo bien, tuvo sus dudas, pidió salir por un año y trabajó en un restaurante de Lima resultando ser un gran chef, su jefe le ofreció contratos y ventajas, pero ya tenía claro lo que quería y regresó a seguir formándose, esta vez en Trujillo. Hasta su día grande.

La ceremonia fue bastante romana y ajustada a las normas, para que nos vamos a engañar, pero hubo algunos detalles muy emocionantes. Ramón y sus papás estuvieron todo ese día bastante tranquilos, pero cuando le colocaron la estola y la casulla se fundieron los tres en un abrazo que nos hizo saltar las lágrimas a más de uno. Poco después resonó el tambor y susurró dulcemente la quena acompañando la entrada de las ofrendas: frutos, corona, dones portados por jóvenes que danzaban con esa gracia y fuerza tan propias de la selva.

Ramón lleva dos años en esta parroquia. Cuando llegó, sin ser todavía diácono, pidió al pueblo lindo que le enseñaran a ser servidor, a prepararse bonito para el ministerio. Cayó muy bien desde el principio, acompañado magníficamente por Matías, con quien ha formado un gran equipo. Trabaja con los jóvenes, le encanta salir a las comunidades y estar de manera sencilla con la gente, sintoniza muy rápido y bien con los indígenas y con todos porque es de acá, habla el lenguaje del río, maneja los códigos vitales y culturalesy por tanto disfruta de una cercanía inalcanzable para los misioneros.

Ese cariño se hizo notar en la liturgia, dotó a la asamblea de una carga emotiva, se percibía una vibración peculiar. El coro lo hizo magníficamente e hizo cantar a todos, permitiendo expresar a la manera popular el agradecimiento y la alegría. Ramón recibió el cáliz y la patena, mientras el pueblo menudo, su parroquia, su iglesia vicarial, lo ungía como sacerdote uno-de-los-nuestros, en expresión de Bernhard Häring que leí hace muchos años y que siempre me ha inspirado.

La jornada era redonda porque, tras la ordenación, nuestro obispo inauguró el Centro Papa Francisco, un complejo sociopastoral recién terminado, que se ha podido construir con la ayuda directa del Papa. Después de los discursos preceptivos y de la bendición, las más de 400 personas que llenaban las instalaciones (maloka, salón, comedor…) pudimos disfrutar de una rica cena a base de ají de gallina, refresco de camu camu y por supuesto masato.

Un pequeño programa culminó con la pandillada, esa danza masiva típica del carnaval loretano en la que los participantes se empujan, gritan, hay zancadillas, carcajadas, se bota agua, barro, harina… Fue como la correspondencia explosiva de la satisfacción que sentíamos, una diversión a tumba abierta. La pasé genial y acabé empapado de pies a cabeza. Lo que vino más tarde no fue tan bonito y lo cuento en la siguiente entrada.

(Continuará)

Volver arriba