Cada vez que voy a Chachapoyas descubro un paisaje fascinante que exhala una hermosura diferente, a la vez inmóvil y siempre nueva.
Las palmeras de Ocol me asombran y van seduciendo mi sensibilidad con su pericia de hechiceras vegetales, inexorables en su atractivo.
Cuando el carro pasa por San José y Ocol, me impresiona el convencimiento de que las palmeras nos observan, lo dominan todo desde su circunspecta altivez.
Somos intrusos en su territorio, una naturaleza que les pertenece y a la que dotan de singular gracia.
Las hay de diferentes especies de elegancia, preciosas y herméticas, dueñas de un silencio sereno, emergiendo entre las nubes,
colonizadoras de la belleza, poblando esos cerros con su quietud viva.
Su tronco se afila y luego se ensancha antes de las hojas, que son
como un estallido de fuegos artificiales que se hubiera congelado en la pura delicadeza.
Nos vigilan desde su principesca altura, una especie de esbelta ingravidez. Y yo me dejo mirar por ellas, y
deseo que algo de su encanto, a través de mis ojos, invada y rebose mi corazón; para que así mis pesares de ahora y los que vendrán queden mitigados por tal esencia; para que mi vida se hilvane en su sosiego.
César L. Caro