Una semana en la selva
Salta a la vista la pobreza, es más descifrable y palpable. La gente puebla las orillas en casas de madera sobre palos en previsión de las crecientes anuales, y vive de la pesca y del cultivo de yucas, plátanos, cosas sencillas. Hay muchos niños descalzos y sonrientes bajo el sol del atardecer, cuando se arman los partidos de voley y fútbol. Por momentos miro a mi alrededor y mi país guayacho me parece primo de Manhattan.
La belleza del paisaje es arrebatadora: los cerros han sido sustituidos por paredes de árboles altos que colonizan el horizonte tierra adentro, el verde hace de lecho de guacamayos multicolores, puentes y hamacas, pero el Amazonas ejerce su primacía estética, ecológica y cultural. Ir en canoa acá es como montar en bici, la gente vive en una natural continuidad con el agua, que está por todas partes.
La humedad torna sofocante al calor, y me paso el día sudando, como me ocurría en Togo o Senegal. Entramos en una casa donde nos invitan a un refresco de carambola, un sabroso fruto de acá. La casa no tiene ni piso, que es de tierra, pero hay frigo y televisión, claro. Y una vieja máquina de coser Singer alemana como la que tenía mi abuela. Disfruto de la bebida fresquita mientras por dentro sonrío: mi Perú siempre tan chistosamente paradójico.
Los puestos de misión están en poblaciones ribereñas medio grandes, son como las sedes parroquiales, y desde ellos se anima a las comunidades y caseríos cercanos, aunque en algunos casos se requieren días de navegación para llegar. No hay carro ni moto ni burro, acá se surca (río arriba) o se baja en deslizador rápido, en lancha colectiva, en canoa o en peque-peque.
A Santa Teresa se tarda menos de una horita desde Indiana. Voy con D. Ángel, el animador, a la misa del domingo. El motor de la embarcación estaba perezoso y casi no llegamos. Se reúne un grupo de 15-17 personas, y me cuesta horrores arrancarles una sonrisa, o que contesten alguna pregunta (el carácter de esta gente es aparentemente más cerrado que en la sierra). Ninguno comulga, y cuando les pregunto por qué, me dicen que no han hecho la primera comunión. “¿Cómo? ¿Nadie?” – pregunto asombrado, porque hay niños, jóvenes, adultos y ancianos. “Nadie, padre”. Pienso un poco y caigo en la cuenta de que el misionero de este puesto es Paco, laico mexicano, y por tanto los de Santa Teresa llevan tal vez años sin celebrar la Eucaristía ni ver a un cura. Años…
Así que estos días mis vacaciones me han traído a la selva: Iquitos, Indiana, Mazán, Santa Teresa, San Salvador, Yanamono… En este confín del Perú me expongo a que Dios me hable, y la realidad es tan elocuente que Diosito no tiene que emplearse a fondo. Hay mosquitos, hay malaria, tortugas enormes, mototaxis pero no carros, murciélagos que contagian un tipo de rabia, avionetas que a veces se estrellan, palos nadadores río abajo, masato y suri, anacondas, compañías petroleras sin escrúpulos con el medio ambiente, lagartos, tala masiva, lluvias torrenciales, paiche, malokas… pero sobre todo hay pueblos indígenas indefensos frente a los nuevos tipos de imperialismo económico y cultural.
Después de la Eucaristía de la noche nos sentamos a beber agua de coco helado. Paco hace unos certeros cortes con el machete por donde se mete una pajita y mmmmmmmmh, qué delicia. Cae el sol sobre el inmenso Amazonas mientras el canto de las chicharras acuna Indiana. La selva es una periferia de Perú, pero bien hermosa.
César L. Caro