En el bar, alguien recordó lo que había pasado en la fiestas de San Eufrasio de Soutelo. Lo contaban nuestros padres. En el baile un mozo de una parroquia vecina invitó a bailar a una moza de nuestra parroquia, ella se negó y él la insultó. Entonces, los mozos de nuestra parroquia y los de la del mozo insultante sacaron al sol sus navajas y los puñales despertaron del fuste de los bastones. Las desgracias corrieron por los caminos y llegaron a las casas por el aire antes que los heridos en parihuelas. Dos personas piadosas cogieron en brazos a un mendigo, y una tercera recogió en un cesto sus tripas que llevaba arrastras e iban dejando un reguerito de sangre en el polvo, y lo metieron en una cuadra para que se durmiera. Al días siguiente, cuando iban a echar el forraje a las vacas, los de casa lo encontraron muerto y lo enterraron en la huerta detrás de la casa, y la Guardia Civil vino a preguntar por los responsables de lo sucedido pero nadie había visto nada de lo que todos sabían. “Parecen cosas de otro mundo”, comentó alguien.