El profesor y mi amigo, manoseando el diario sentado en la terraza del Palleiro, se decían. El profesor: “Creo que creo y quiero creer, pero no sé si creo. Al menos estoy muy lejos de creer como creían mis padres”. “A veces, las mismas razones que a veces me hacen dudar me hacen creer más firmemente. Muchas veces, me sorprendo pensando que cree en lo mismo y de la misma manera que creían mis padres: sin ponerme cuestiones ni hacerme preguntas”, dijo mi amigo. Otra tercera persona, que, con su permiso, se sentó con ellos, dijo: “Creo en Dios, en la Virgen y en San Antonio de quienes me acuerdo más cuando estoy en peligro que cuando estoy tranquilo. Como hacían mis padres. Creo en el cielo a donde, para ir, hay que llenar la vida de buenas obras”. El profesor confesó su profunda admiración por Jesús, mi amigo su profunda admiración y, además, su fe dubitativa en su divinidad. “Por lo que he oído y dice el cura en Semana Santa, debió de ser un hombre con todas las de la ley. Para morir por los demás, como fue su caso, hace falta amarlos de verdad”, dijo el tercero.